Cómo puede gustarnos un autor y no su obra. Es un fenómeno curioso, pero sucede. A mí, por caso, me pasa con Pasolini, cuyo pensamiento heterodoxo admiro. Ese sincretismo audaz que mezcla marxismo con catolicismo. Su obsesión (un poco erotizada, es cierto) por el subproletariado, su mirar piadoso (cristiano) de la marginalidad urbana. En fin, un paquete apasionante de un artista comprometido, creativo, arriesgado y sensible. Pero sus películas me parecen un bodrio; y sus relatos, insulsos. No sé la poesía porque hasta ahí no llegué. Y tal vez ese es el error. Lo cierto es que siempre quise que la obra del italiano me impresionara tanto como su personalidad y no haberlo logrado es una frustración.
Otro tanto podría decir de Scalabrini Ortiz. Celebro su biografía política, su ideario. Sin embargo, al abordar la Historia de los Ferrocarriles Argentinos abandoné a las 50 páginas, abrumado no por las debilidades del texto sino por sus méritos. Por el excesivo celo en la documentación. Tablas, números, más tablas. Se ve que yo esperaba frases redondas e iluminadoras. Y nada más lejos de Scalabrini, un intelectual complejo, que la consigna reductora. Otra vez culpa mía. Luego descubrí que para entender de manera disfrutable a Scalabrini Ortiz debía escuchar a Horacio González. Su interpretación de Scalabrini tiene, cómo decirlo, un encanto, una seducción, que no le encuentro al propio Scalabrini. Raro. También con el autor de El hombre que está solo y espera desearía de todo corazón que me gustara su prosa pero no.
Estas insatisfacciones que atribuyo sólo a mi ignorancia (una lista que podría extender) tienen su correlato en el fútbol. Allí, el gran héroe del desaire es Marcelo Bielsa. Mejor dicho, sus equipos. El DT es un extraordinario, necesario personaje dentro de un ambiente donde domina el simulacro. El rosarino es un tipo honesto, frontal, inteligente. Fiel a sus propias convicciones y nada más que a ellas, inmune a la presión interesada aunque dispuesto al diálogo. Cierta excentricidad (el hablar barroco, sus ojos clavados en el suelo, sus calenturas épicas que contrastan con su carácter reflexivo, el anecdotario desopilante) lo vuelven todavía más simpático. Además, Bielsa porta una bandera personalísima de tozudo, prepotente fútbol ofensivo. Sus saberes y previsiones tácticas no le impiden insuflarle al equipo las máximas ambiciones, una noción de grandeza que a todos convence, que todos acatan. Bielsa es de esos entrenadores que transforman ideológicamente al plantel. Como hace fuera de la cancha, Bielsa se caga en los poderes. Defiende el trato igualitario también en la competencia. Nadie debe consentir que es inferior y comportarse como tal.
Ahora bien, los equipos de Bielsa no son tan atractivos como su personalidad. Aun los mejores, los más eficaces, como esa Selección que ganó las eliminatorias con paso demoledor. Ojo, no hablo del fracaso del Mundial de 2002, sino del esplendor de aquel equipo. Demasiado vértigo, demasiados centros. La supuesta virtud moral de proponerse la gloria en cualquier cancha también requiere belleza y sensibilidad. Un hombre que pone a Sorín de 10 es alguien que no ve exactamente jugadores sino funciones. Consecuente con su credo autosuficiente, Bielsa no hace guiños a la tribuna. No le importa el placer del hincha. Por eso sólo destinaba a Ortega como complemento de habilidad y desaliño táctico en una formación donde la gestión ofensiva quedaba en manos del Piojo López y Batistuta.
Qué grande es Marcelo Bielsa. Ojalá los equipos que dirige estuvieran a su altura.