I

En la sala de prensa del estadio Monumental, el tableteo de las máquinas de escribir apenas resultaba audible por el griterío de los cientos de corresponsales que procuraban hacer llegar a sus redacciones de origen las últimas impresiones sobre lo que había sucedido y lo que estaba sucediendo en aquella tarde de invierno en Buenos Aires.

Dentro del campo, las descargas de los fusiles de fogueo atronaban al impactar contra el cemento de la nueva bandeja superior de la tribuna Centenario. Las corridas y las escaramuzas entre los hinchas sólo sumaban confusión, mientras los efectivos de la guardia de infantería procuraban darle cierto “orden” a la cacería de disconformes que ya habían emprendido contra los caciques de las barras bravas de Quilmes, Chacarita y Racing, entre otras.

tapa350Las cámaras de Argentina Televisora Color se concentraban en el héroe del XI Campeonato Mundial de Fútbol: Rob Rensenbrink. Varios fotógrafos extranjeros, sin embargo, disparaban sus cámaras sobre el foco conflictivo de las tribunas, ante el disgusto evidente de Albano Harguindeguy, máximo representante del Proceso de Reorganización Nacional, presente en la ceremonia. Hacía rato ya que los comandantes de la Junta Militar habían guardado sus pulgares en los bolsillos de los sobretodos y partido con diferentes destinos.

En la sala de prensa, los corresponsales extranjeros seguían buscando ávidos algún dato oficioso por parte de sus colegas argentinos, quienes, recelosos de que tras la fachada de aquellos simpáticos españoles, italianos y brasileños se ocultasen agentes de inteligencia, se mostraban en extremo parcos, diciendo muy poco más de lo que se oía en la televisión o en la radio. A pocos metros del ajetreo de los corresponsales, Diego Garibotto, enlace de prensa de la organización local de la Copa del Mundo, se dirigía trémulo al despacho que allí tenía el vicealmirante Carlos Lacoste, el capo de la organización del Mundial, blandiendo el borrador del comunicado oficial con la tinta aún fresca.

Luego de que le franquearan la entrada en la amplia oficina con vista al campo de juego, Ga-ribotto moduló su voz para sonar calmo y bien dispuesto. Lacoste, sentado ante una jarra de café y un cenicero repleto de colillas de cigarrillos largos importados, apenas si levantó la vista para semblantear a su colaborador cuando éste le extendió el papel que llevaba en la mano.

—Aldo en línea tres necesita comunicarle algo con extremada urgencia— dijo el enlace en un tono calmo, sí, pero apenas audible. Lacoste pulsó el “3” en su teléfono mientras le echaba una ojeada al borrador del comunicado. Encendió otro Marlboro de 100 milímetros, a la par que hacía un bollo con el papel que le había dado Garibotto, murmurando “qué flor de pelotudo”. Luego, tomó la llamada.

—­¿Aldo? —musitó con un tono artificialmente tranquilo, fruto, probablemente, de las dos tabletas de Alplax que se había bajado con un “florero” de Chivas puro—. Sí, a los de la bandera se los pudieron llevar los nuestros, pero los que se juntaron en el Obelisco están rodeados de co-rresponsales extranjeros. Sí, ya sé que Gelman distribuyó un parte clandestino convocando a la prensa internacional.

—Jefe —replicaron del otro lado de la línea—, estoy en el control de ATC y le aseguro que lo que está pasando en Santiago es increíble. Hay más de 20 mil personas en la Alameda, con banderas de Chile, Holanda e Inglaterra festejando a lo pavote. ¿Qué? No, los carabineros parecen señoritas de liceo.

—Que emitan esas imágenes en el próximo flash del noticiero y anuncien extraoficialmente que el genuino pueblo argentino se está concentrando pacíficamente frente a la embajada de Chile, en Palermo —ordenó antes de cortar y volver a levantar la vista hacia Garibotto, dirigiéndose a éste—. Mandalo con los dos primeros párrafos y sacale esa pelotudez de los fusiles que escupen flores. No termino de entender qué mierda tenés en la cabeza además de aserrín. Apurate, desaparecé de mi vista, imbécil.

Lacoste volvió a descolgar el teléfono, pulsó el “1” y sonó terminante: “Garmendia, reuní a los muchachos con ‘LOS MUCHACHOS’ atrás del playón de ATC y que larguen con el ‘Plan Beagle'”.

El capitán de fragata Antonio Garmendia supo que esa noche sería movida no bien vio desplegarse en la tribuna Centenario alta una bandera con una leyenda pintada en aerosol (“Que digan dónde están los 20.000 desaparecidos / MOVIMIENTO PERONISTA MONTONERO”) apenas el árbitro Gonella pitó el final que consagró a Holanda, por primera vez, campeón del mundo. Por supuesto, los tres miembros de la célula de las Tropas Especiales de Agitación (TEA) montoneras ya estaban en el Batallón 601 de Inteligencia del Ejército, donde la pasarían mucho peor que Fillol, Galván y Passarella, los responsables, según la prensa, del gol del triunfo de Holanda a los 43 minutos del segundo tiempo. De hecho, Harguindeguy había dado órdenes precisas antes de partir rumbo a la Casa de Gobierno: los subversivos detenidos debían ir a manos propias sin pasar por las comisarías.

II

“En un hecho sorprendente, máxime cuando a comienzos de este año el gobierno argentino dio a conocer la declaración de nulidad unilateral del laudo arbitral de la Corona Británica de 1977 so-bre la línea divisoria en el Canal de Beagle y la soberanía de las islas Picton, Nueva y Lennox”, repetía un locutor de ATC sobre las imágenes de los festejos en Chile por la caída de la Selección Argentina. “Ante esta auténtica provocación, miles de pacíficos ciudadanos argentinos que salieron a festejar el subcampeonato que nos honra como anfitriones de la Copa y como amantes del deporte y de sus más altos valores, se están congregando en la plaza de Libertador y Tagle, frente a la embajada del país trasandino”.

—Es acá a la vuelta —comentó el Toto—, casi con ingenuidad aunque sin que se le hubiera borrado del todo la sonrisa que le había dibujado en los labios el gol de Rensenbrink.

Arrellanado en un cómodo sillón color crema del living del departamento de su amigo Moisés Kaplan —un séptimo piso desde el que se veían la esquina de Rond Point y, del otro lado de Tagle, el complejo de Argentina Televisora Color—, el entrenador de Boca seguía atento el curso de los acontecimientos.

—No me gusta nada esto, Juan Carlos —replicó el dueño de casa, en la soledad de un salón mucho más poblado un par de horas atrás.

—A mí tampoco, Ruso —sentenció el Toto, con una clarividencia profética que resultaría ser demasiado literal—. Me parece que hoy vamos a cagar fuego.

III

Tres kilómetros al Sur, en otro salón de sillones confortables, había un hombre que también seguía atento el curso de los acontecimientos. Pero lejos estaba de tener dibujada una sonrisa: ciertamente, le importaba tres pepinos lo que fuera a pasar con Menotti y con el historial de las copas del mundo. Fumando como un condenado, con la cara roja y echando chispas por los ojos, el general Albano Harguindeguy miraba uno de los monitores que tenía instalados en su oficina del Ministerio del Interior. No terminaba de dar crédito a lo que veía. Lo rodeaban un variopinto grupo de uniformados, altos mandos de la Policía Federal y cinco asesores —militares y civiles— vestidos de sport.

—Este negro hijo de puta está loco. Acabo de hablar con los turros de la Oficina Oval y me apretaron los huevos como con una morsa —comentó a su auditorio antes de tragarse el pucho por la sorpresa que le produjo lo que vio entonces en la tele—. ¡Como si no tuviéramos quilombo con lo del Obelisco! —exclamó mientras contemplaba por uno de los monitores cómo cientos de banderas chilenas ardían en una pira.

El Monumental había enmudecido tras el gol de Rensenbrink. Ése fue el último acto conjunto de la multitud reunida en la cancha y en cada bar, hogar, garage o lo que fuera en que hubiese una radio o una TV encendidas.

Mientras un nutrido grupo siguió alentando hasta el pitazo final, otros comenzaron a silbar y a putear a Menotti, a Videla y a María Santísima, recordando los seis goles contra Perú entre un menú de sospechas bastante abultado. Otros pocos, que reportaban al comandante Horacio Mendizábal y se habían perdido en una barrita de Chicago en la que estaban unos cuantos muchachos que habían militado en la JP, desplegaron la bandera que al día siguiente sería tapa del New York Times.

Terminado el partido se escucharon aplausos, silbidos, puteadas y unos no tan solitarios acordes de la marcha peronista. En las calles, la mayoría decidió regresar a sus hogares enfundando las cacerolas y los cucharones con que habían salido a festejar prematuramente a las veredas. Unos cuantos miles, sin embargo, por inercia, se dejaron caer al Centro. Allí, otra célula de las TEA había colgado sobre un balcón del Trust Joyero, en Carlos Pellegrini y Diagonal Norte, una bandera que conmemoraba el vigésimo sexto aniversario de la muerte de Evita(1), reclamaba por los 20 mil compañeros desaparecidos y, error de las contingencias deportivas, celebraba la obtención del Mundial por parte del pueblo argentino. La multitud, trocado ya el desconcierto en bronca, se congregó en esa esquina y comenzó a prenderse en los cantos contra la dictadura de Videla y, con un poco menos de entusiasmo, en aquéllos que reivindicaban la esencia peronista de los argentinos.

Los atónitos policías de la guardia de infantería no tuvieron los reflejos suficientes para aislar al grupete iniciado por los Montoneros y, cuando establecieron un cerco cerrado, eran más de 15 mil los enfurecidos hinchas que puteaban contra todo lo puteable en aquel entonces, que era mucho. Mucho más que la indigerible derrota contra Holanda.

—Saldívar, escúcheme con atención —ordenó Harguindeguy al comisario general que tenía más botoncitos y chapitas en el uniforme—. Repriman ya, duro y a discreción. Pero, ojo, dispersen a palazos y sin disparar, que están las cámaras de afuera. ¿Me entendió? SIN DIS-PA-RAR. Mi gente, en tanto, se encargará del foco subversivo. Pero, entiéndalo, no quiero civiles muertos delante de los periodistas extranjeros.

—Discúlpeme, señor —tragó saliva el comisario general Saldívar—, ¿dónde debemos reprimir? —deslizó finalmente mientras confirmaba sus temores y veía enrojecer hasta ponerse morado al ministro del Interior de la dictadura.

—¡En el Obelisco, mogólico de mierda! ¿Dónde carajo va a ser?

—Es que… —cobró valor el alicaído Saldívar, mientras movía la cabeza en dirección al monitor en que se veía a una horda de barras bravas, servicios de Inteligencia y señores y señoritos del barrio Parque arrojando molotovs a la embajada chilena.

Harguindeguy cayó en la cuenta de lo que le insinuaba su subordinado. Encendió el tercer cigarrillo en simultáneo y ordenó: “Apueste tres escuadrones de Infantería sobre Figueroa Alcorta y espere mis órdenes, yo me voy a encargar de que Suárez Mason no haga más cagadas, con las de Massera alcanza y sobra”.

IV

El que seguro no haría más cagadas era el Toto, más preocupado que satisfecho mientras leía el último Gráfico, en busca de inspiración, sentado sobre la taza del inodoro del baño principal de la casa de su amigo Kaplan.

Un piso más abajo, en la morada de Walter Ganz, subsecretario de liberalización técnica de los nuevos mercados cambiarios, la actividad de los Montoneros era febril, aunque, en este caso, extremadamente silenciosa. José, un oficial de las Tropas Especiales de Infantería, terminaba de instalar bajo la mesa de luz de la señora Ganz un explosivo proveniente de la fábrica clandestina que el movimiento poseía en Avellaneda y que contaba con un rudimentario dispositivo de retardo. Según los informes, en cinco minutos el matrimonio regresaría a casa y, gracias a la tarea impecable de José, en diez, estaría volando por los aires.

V

La ejecución de órdenes de represión policial suele tener un margen de interpretación demasiado variable de acuerdo a la disciplina de las fuerzas involucradas y a las características del régimen político de turno.

Apenas el subcomisario Bermúdez, a cargo de Ia guardia de infantería apostada en la Plaza de Ia República, escuchó “reprimir duro y a discreción” por entre la fritura del handy, y ante una multitud que estaba haciendo de la guardia de infantería el jamón del sandwich, dejo a sus hombres descargar la bronca por la derrota futbolera a sus anchas. Total, se trataba de subversivos y periodistas gringos afectados por los “derechos humanos”.

Con munición de guerra en sus armas, la horda de infantería arremetió derecho contra cuanto humano sin uniforme se le pusiera delante, dejando un tendal hasta la mañana siguiente. Décadas después, ya en tiempos de la República Popular de Carlos Grosso, se recordaría a este hecho, en el que más de 7 mil compatriotas perdieron la vida, como “La masacre del Obelisco”.

VI

Aún en la dictadura de Videla, los cincuenta policías que pretendían custodiar la puerta de la residencia del embajador de Chile, sobre la plaza lindera al ala de la embajada emplazada sobre la calle Tagle, se veían en aprietos para contener a la multitud. Hacía varios minutos que habían comenzado con la quema de banderas y el lanzamiento aficionado de cócteles molotov tras las rejas de la embajada.

Cuando un grupo de hinchas de Quilmes, demasiado estimulados para entrar en nada parecido a lo que pueda conocerse como razón, intentó trepar por un muro ante Ia impotente mirada de los canas, la tierra pareció sacudirse en un sismo.

El atentado contra los Ganz había resultado exitoso. Tanto que le impidió al Toto leer el último párrafo de la columna de Pele en El Grafico: salió volando impulsado por un volcán de fuego que lo incrustó en el baño del octavo piso…

“Atacan los chilenos, atacan los chilenos”, corrió la voz entre la multitud y ya nadie pudo hacer nada para detener nada porque nadie entendía absolutamente nada de lo que pasaba. En pocos minutos, la embajada estaba en llamas, mientras una sucesión de saqueos, violaciones y crímenes se perpetraban. La hinchada de Quilmes aún conserva, entre sus más preciados trofeos de guerra, un retrato chamuscado de Pinochet, los restos de tres banderas oficiales de la República de Chile y una zapatilla Puma del Toto, que cayó en el patio de la embajada luego de la explosión.

VII

José no llegó a ver las consecuencias de su acto. Es más, nunca pudo recordarlas siquiera. El impacto de la explosión, que lo sorprendió caminando a paso vivo por Figueroa Alcorta con rumbo norte, lo arrojo diez metros y le hizo perder el conocimiento. Gracias a la inmensa bondad de la esposa de uno de los choferes de la embajada uruguaya permaneció de incognito en la sede diplomática mientras los episodios de junio y julio se desarrollaron, saturando el país sangre y atrocidad y empequeñeciendo todo lo vivido hasta ese momento.

Parcialmente amnésico, y ya instalado en un pequeño pueblo de pescadores, cerca de La Pedrera, en la costa uruguaya, llegó a sus manos un ejemplar de El Mundo (tercera época) de mayo de 1979. La portada exhibía a Nicanor Costa Méndez y a Fidel Castro, estrechados en un abrazo, bajo el siguiente título, un textual de Castro: “Los socialistas del mundo estamos con la Argentina”. En la bajada se daba cuenta de la felicitación del presidente de la Nación, Américo Ghioldi, al canciller argentino por el éxito de su gestión en Cuba(2)

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El presidente se mostraba confiado en que las fuerzas de la ONU instalarían un cordón sanitario al sur de Rio Gallegos, último bastión patagónico que retenía la Argentina luego del alto el fuego pactado tras la larga guerra que sostuvo el país con Chile. Ghioldi sabía que las exitosas gestiones de Costa Méndez deberían ser aprobadas por el Comandante en Jefe del Ejército, el general Leopoldo Fortunato Galtieri, quien todavía era su sostén político dentro de las tres fuerzas.

Galtieri se había debilitado por la pésima actuación del Ejército en la guerra pero todavía era la referencia necesaria para avanzar hacia las elecciones que perfilaban a Ítalo Argentino Luder como el candidato del pueblo y al general Roberto Viola como líder del oficialismo.

En la página de deportes, en tanto, el presidente de Independiente, Julio Grondona, auguraba nuevos triunfos internacionales para su club a partir de la inminente contratación de Diego Armando Maradona y de la dupla que formaría con Bochini(3), ya superadas las trabas puestas por el nuevo presidente de la AFA, Valentín Suárez.

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(1) Eva Perón murió el 26 de junio de 1952 y la final del Mundial se disputó el 25 de junio.

(2) Tras el inicio de la guerra con Chile y de los sucesivos fracasos militares, una convergencia cívico militar se hizo del poder en la Argentina, con fuerte apoyo de la Unión Soviética.

(3) “Voy al club del que soy hincha desde niño y a jugar con mi ídolo. Espero que Independiente gane más de 10 Copas Libertadores antes de que yo me vaya”, decía el joven Maradona en un recuadro.

*Publicado originalmente en la revista UN CAÑO #2 de julio 2005 y en el libro UN CAÑO (Primera Selección) de Editorial Galerna.