El tema del estilo de juego del fútbol uruguayo me resulta particularmente interesante y también merece una ponderación histórica.
El equipo de propuesta o de respuesta, jugar bien o jugar mal, ser ofensivo o defensivo y todas esas cuestiones han sido últimamente habituales en las mesas informáticas (ya no tanto de café). En realidad, si uno analiza los últimos 35 o 40 años se va a encontrar con que Uruguay nunca fue vistoso, nunca fue demasiado ofensivo, ni nunca fue un equipo de posesión de pelota.
Sí hubo algunos momentos de ese tipo en selecciones juveniles (Malasia ’97, por ejemplo), pero esa, por diversas razones, es una historia totalmente diferente.
Fuera de eso, en ese corte de la últimas tres o cuatro décadas, ha habido momentos en los que la selección mayor fue más competitiva o menos competitiva, pero en general el estilo de juego ha variado muy poco. A decir verdad, a Uruguay le ha ido bien -o relativamente bien- cuando ha logrado maximizar sus mejores características históricas: compromiso, intensidad, solidez defensiva y contundencia.
Incluso, las últimas buenas actuaciones de los clubes uruguayos en la Copa Libertadores (Peñarol 2011, Nacional 2016 y Defensor Sp. 2014) se basaron en esos componentes.
Pero, volviendo al foco central, si repasamos las diferentes selecciones de los últimos tiempos, difícilmente encontremos equipos ofensivos, de posesión, vistosos, etcétera. ¿El del 86 lo era? No. Hizo un muy buen partido contra Alemania, aunque sin ser ofensivo y sin tener la pelota. Se defendió bien, aprovechó un error y estuvo a punto de ganar. Mejor no recordar lo que pasó después.
Un año más tarde, el técnico Roberto Fleitas ganó la Copa América en Argentina, nada menos que derrotando en la semifinales al local y vigente Campeón del Mundo. El mérito es impresionante, pero el equipo uruguayo no fue ofensivo, ni mucho menos, sino que hizo un gol de contra y luego se defendió con uñas y dientes.
En el ’91, la AUF contrató a Cubilla porque era un ganador empedernido, pero su selección no ganó mucho y nunca fue atractiva (con o sin “repatriados”). La eliminatoria del ’93 la terminó Ildo Maneiro, un tipo merecidamente asociado al buen fútbol, que ganó un partido en Guayaquil pasando todo tipo de necesidades y perdió otro en Brasil, sin pasar la mitad de la cancha.
El Pichón Núñez se manejó muy bien, construyó un buen bloque y ganó una Copa América. ¿Pero ese era un equipo atildado o más bien era directo, contundente y capaz de maximizar sus grandes individualidades?
Ahuntchain, que venía de dirigir a un Defensor particularmente vistoso (esto no es irónico), no logró trasladar eso al nivel más alto, al menos no con consistencia.
Cuando llegó Daniel Passarella, la idea era que nos hiciera jugar mejor. En el primer partido amistoso, el argentino hizo especial hincapié en que sus jugadores salieran desde el fondo tocando en lugar de tirar pelotazos. Uruguay le ganó 5-4 a Costa Rica en el Centenario y un par de los goles ticos fueron producto de errores en la salida. La etapa passarelliana terminó poco después, con el affaire Vicente Sánchez y con un equipo que jugaba como siempre, era un Uruguay muy parecido a sí mismo.
Más allá del mérito de la clasificación al Mundial del 2002, la historia con Víctor Púa fue muy similar, al menos en cuanto a la manera de jugar. Aún recuerdo las críticas porque Uruguay no arriesgó lo suficiente en el segundo partido ante Francia, pese a haber jugado con un hombre de más casi 60 minutos.
Luego vino Carrasco, con su discurso rupturista y su propuesta innovadora. Hubo mucha ilusión y muy lindas señales, pero en definitiva fueron unos pocos partidos oficiales y una decepción enorme. Seguramente, varios de los que insultaban a JR tras aquella goleada ante Venezuela, hoy piden más ataque y protagonismo.
Fossatti es un buen entrenador, se revolvió en un momento difícil y logró que el equipo hiciera muy buenos partidos (el 1-1 con Brasil acá, por ejemplo), pero al final del día, cuando solo había que ir a Australia a hacer un gol para clasificar a Alemania, no se pudo. No hubo protagonismo, no hubo ocasiones, no hubo nada. Perdimos.
Dejé a un costado a la selección dirigida por Tabárez en su primera etapa (88-90), que tampoco era un equipo demasiado ofensivo, pero tenía jugadores de gran técnica y era muy peligroso en las transiciones ofensivas. Con todo, empatando, perdiendo o ganando, fue protagonista en tres de los cuatro partidos que jugó en Italia 90 (España, Bélgica y Corea). Esa selección terminó siendo muy criticada, porque a nadie le importa el afán ofensivo, si Bélgica te agarra mal parado y te clava tres pepinos.
En resumidas cuentas, durante los últimos 30 años (y podríamos ir más allá) no hubo casi selecciones mayores de tenencia de pelota, de protagonismo y de futbol vistoso. En general, Uruguay no ha estado lejos de los lujos, ha tenido la pelota menos que su rival y solo ha sido protagonista ante rivales más débiles o cuando tuvo necesidad de serlo.
Aún así, sí hubo buenos equipos, capaces de disimular sus carencias, maximizar virtudes e imponer las condiciones. Porque jugar bien es eso y no necesariamente ser ofensivo, ni tener la pelota.
Lógicamente, si un equipo maneja esas variantes tendrá un activo interesante y si no las maneja tendrá una carencia, que deberá intentar disimular. Pero la pregunta es: ¿la falta de posesión, de ataque o de creación es únicamente responsabilidad del técnico de turno o, en realidad, es algo mucho más profundo que atañe a nuestra estructura, cultura e identidad?
Dado los antecedentes recién reseñados, me inclino mucho más por lo segundo. No lo hacemos porque nos cuesta mucho o porque nos sentimos más cómodos haciendo otras cosas, pero no porque no queramos. Sino no se explica como ninguno de los técnicos, de todos los perfiles posibles, logró conseguirlo en más de tres décadas.
Naturalmente, mejorar las carencias históricas es un objetivo ineludible (a largo plazo), pero aprovechar al máximo las virtudes de siempre es una necesidad, al menos si la intención es mantener la competitividad en el fútbol de elite.
Cada equipo termina jugando como más le conviene, termina haciendo lo que le va a dar más oportunidades de ganar, simplemente porque de eso se trata. En menor o mayor grado, todos tienen sus ángeles y demonios.
Por ejemplo, a mi me encantaría que Uruguay moviera la pelota como Perú, pero les aseguro que los peruanos amarían tener la concentración de los uruguayos. El tema es quién impone lo suyo, quién explota sus ángeles y expone los demonios del adversario.
En gustos es todo tan válido como subjetivo. Pero lo que no es subjetivo sino un dato de la realidad -que surge del repaso de las competiciones oficiales y del ranking de la FIFA- es que este Uruguay ha logrado dar la talla. Y eso, cuando se extiende durante una década, no es fruto de la casualidad ni de la suerte, sino de la buena ejecución de un plan. No se puede estar diez años peleando y complicando a cualquiera jugando mal. Eso no existe.
La próxima semana publicaremos la tercera, y última, parte en la que se discute si figuras como Luis Suárez y Edison Cavani son desaprovechadas.