No fue fácil.

Cargar con el peso de un embrujo no es algo que uno le pueda desear a alguien, por odio que le tenga. Más cuando está en juego la felicidad de una persona. ¿Y si hablamos de 40 millones de personas? Entonces el lastre se hace insoportable. Así anduve desde el domingo a la noche, cuando me topé con la banderita argentina entremezclada con las de Grecia y Uruguay. Una señal contundente del destino que le espera a nuestra Selección en el partido de hoy contra Suiza: la eliminación (bit.ly/1oing84).

Así que ayer dediqué el día entero a tratar de romper eso que interpreté como un designio. Recorrí iglesias, prometí bañarme, leí enciclopedias y hasta un libro de autoayuda de Ari Paluch buscando la manera correcta, la respuesta adecuada, la señal divina. Pero nada me hacía sentir que estaba cerca de conseguir mi objetivo. Mi obsesión. A la tardecita, cansado del andar errante de mi peregrinación, volví a “Saudade”, la pensión que me cobija acá en Brasil, a tratar de ordenar las ideas. Sentado y sin hacer nada, como siempre, encontré a Amarildo, el dueño de este tugurio de mala muerte. El viejo, sin desviar la vista del televisor, me dijo: “Campesino, te llamaron los de Un Caño. Dicen que mandes buenas noticias porque se están quedando sin lectores por tu culpa”. Me sentí en peligro, más que nunca; ni siquiera aquella noche de Ameghino, cuando había tenido que saltar un charco para esquivar un sapo, había sentido tanto temor. Estaba clarito: o resolvía este asunto, o los de Un Caño me subían al colectivo y me mandaban de vuelta. Y chau cobertura del Mundial.

Habrá sido eso, la desesperación, que me iluminó. Fue un relámpago mental que me puso de frente a su nombre y a su cara: Tía Caty. Ni más ni menos que una de las hechiceras más prestigiosas de Banderaló, el pueblito bonaerense donde nacieron mis padres. En pocas palabras, una leyenda viva del curanderismo internacional; de ella llegó a decirse que cortaba el pelo de palabra, imaginen ustedes el poder que anida en su esmirriada figura. Como es familiar de mi madre, le pedí a ella que me hiciera el puente. Caty, lejos de los tiempos en los que había que caminar catorce leguas hasta encontrarla, en el fondo un campo, ahora atiende por Skype. Mi madre me pasó la clave y me lancé.

Respondió a la llamada sin ninguna emoción, por más que yo haya abundado en detalles sobre nuestro parentesco. Para ella, los simples mortales somos apenas eso, estamos muy alejados de su casta. De fondo se veía cómo el hervor subía desde una olla, y por momentos nublaba la pantalla: me explicó que con esto del Mundial no daba abasto, que unos colonos suizos de la zona le habían pedido un trabajo especial para detener a Messi. Desencajado, le hablé del ser nacional, de respetar la bandera, de que no se deje nublar por el vil metal, de la Patria. Sabia, me contestó con una frase que creo haber escuchado en otro lado: “La Patria es el otro”, se sonrió Tía Caty.

Sin perder más tiempo, fui al grano y le expliqué el motivo que me tenía loco, aquellas banderas que parecían una sentencia anticipada del partido de hoy. Me pidió unos minutos de concentración: se alejó unos pasos para atrás, se inclinó sobre un pedestal y empezó a escupir una serie de palabras que no entendí. Aunque me dio la sensación de que entre tanto vocablo indescifrable había algunos términos que sonaban reales: “wifi”, “posmodernidad”, “Youtube” y “qué fuerte está Lavezzi”, me pareció escuchar. Pero no estoy seguro. Después se acercó a la cámara y me recitó, en un castellano neutro perfeccionado a base de la infinidad de consultas que recibe de Centroamérica: “Debes juntar siete granos de sal gruesa, siete granos de arroz, siete hojas de olivo, siete cabellos, alcohol y fósforo. Un sábado, a las cuatro de la tarde, deberás colocar en un cuenco todos los ingredientes mencionados y arrojar un chorro de alcohol. Enciende todo con un fósforo de madera y, mientras los ingredientes arden, recita tres veces esta oración de magia blanca para quedar liberado del embrujo negativo que te oprime el alma: ‘Magia blanca superior, invade el Cosmos con tu bella energía e ilumina la oscuridad que ha poblado mi alma, protegiendo a Sabella de cualquier negatividad que pueda ser enviada en nombre del mal. Gracias’. Si no sientes una liberación inmediata tras realizar este hechizo de protección, significa que el conjuro negativo que te lanzaron es muy potente, por lo que deberás repetir este ritual de magia blanca durante una semana seguida.”

Cuando dejó de hablar cerró los ojos, y yo los míos, por la desdicha: el partido empieza en un rato, no puedo esperar hasta el sábado, ya será tarde. Se lo expliqué, rogándole una solución urgente. Pero Tía Caty seguía con los ojos cerrados; esperé siete minutos, deseando que estuviera encargándose ella misma de este asunto crucial para el país. Hasta que un sonido fue creciendo hasta invadirlo todo: la pobre roncaba, agotada de tanto trabajo.

Desolado, corté la comunicación. Que Messi nos ayude.

Día 20. Cuando Chiquito Romero se hace gigante.