La culpa es mía por dejarme llevar.

Resulta que tenía todo ordenadito para ver el partido solo, en la cocina de la pensión, con la camiseta de la Selección al hombro. Es mi cábala, a cada cual con la suya, qué se yo. Elsa, la franquera de “Saudade” los fines de semana, me había dicho que a ella no le interesaba el fútbol, que prefería pasarle el lampazo a las piezas. Así que el escenario era ideal: solito frente a la tele, como a mí me gusta ver a la Selección.

Pero llamó mi prima. No sé cómo se enteró de que yo andaba por la Capital. Bueno, tal vez no sea tan difícil: los muchachos de Un Caño me dijeron que esta columna se lee en todos lados, incluso en las escuelas antes de empezar las clases cada mañana. No sé, me gusta pensar que no me están mintiendo. La cosa es que me agarró un ataque y sentí que no le podía decir que no a Guillermina, que iba a quedar mal. Me insistió, me dijo que de paso me presentaba al novio. Así que después de tomar unos amargos en mi centro de operaciones en “Saudade” salí decidido: Brasil era toda para mí, no andaba nadie en la calle, y eso que todavía faltaban dos horas para el partido.

Me tomé el 24, como me indicó, y no tardé nada en llegar. Los domingos en Buenos Aires se anda casi tan rápido como en Ameghino. Ella vive en Villa Crespo, cerca de la cancha de Atlanta. Toqué el timbre y al ratito veo que se acerca un muchacho a abrir la puerta: “Pasa”, me dice sin acentuar. “No no, espero a mi prima, gracias”, le contesté, educado. Porque yo siempre veo en TN que hablan de entraderas en los edificios, y no me gustaría que por un malentendido me acusaran de algo. El muchacho, rulos encrespados y voz grave, insistió: “Guillermina, novio”. Era libio.

Fue la primera curiosidad de una catarata de disparates. El hombre, fornido como los defensores bosnios, tenía la camiseta suplente de la Selección puesta. “Vamos vamos Argentina”, me dijo en el ascensor con una sonrisa, queriendo ser simpático conmigo, evidentemente. Entramos y vino lo peor: una marea de mujeres se movía por los 15 metros cuadrados del living. Todas amigas y compañeras de trabajo de mi prima. Era un planazo para ellas, ver el partido todas juntas y parándose exaltadas en cada lateral. Acá viene la parte que me acusan de machista y xenófobo, lo acepto, pero no jodamos, no se puede ver un partido de Argentina en el Mundial con ¡diez mujeres y un libio! Guillermina me abrazó, efusiva como siempre, mientras de fondo tres chicas discutían sobre táctica.

Impactado por el espectáculo, me acurruqué en un costadito y me propuse vivir ese momento como si fuera un sueño, como si en realidad no me estaba pasando todo eso junto. Empezó el partido y se ellas se seguían cruzando delante del televisor ofreciendo Kebab, una comida típica de Libia. Divinas las chicas, pero dejáme ver el partido, la puta que lo parió. Una, Laura creo que se llamaba, tenía la camiseta con el 20 del Kun Agüero estampado. Las demás la felicitaban cada vez que el Kun hacía algo (no fueron muchas veces) y la acusaban de mufa si el novio de la Princesita le erraba al arco. Reconozco, eso sí, que el gol de Messi lo gritaron como Dios manda, con el puño apretado y la cara de enojadas que ameritaba la situación. No era justo lo que Sabella le había hecho a Lionel, obligarlo a compartir la camiseta con Campagnaro.

Los últimos minutos fueron un suplicio. Yo rogaba en silencio, como todo el partido, que se acabara todo de una vez: lo mío y lo que estaba pasando en Río de Janeiro. Porque sabía que la cosa iba a ser difícil allá, tal como lo anticipé en mi columna de ayer, pero desconocía que yo también iba a sufrir. Cuando terminó, me paré rápido y le dije a mi prima que me tenía que ir, que tenía otro compromiso. Ella me quiso retener con un plato de bazin, una mezcla de harina de cebada y de trigo con carne de cordero y salsa. Parece que en Libia sale como trompada.

En el ascensor, le pregunté al libio qué le parecía Irán. Me dio un abrazo.

Día 5. Estados Unidos se manda una exhibición contra los ghaneses, no te la pierdas.