El Mundial es hermoso. Crisol de razas, encuentro de naciones, fiesta del fútbol, llamale como quieras. Pero es hermoso. Incluso para quienes lo vivimos acá en Brasil.

Lo digo porque ayer recién caí en las ventajas que me da hacer esta cobertura desde esta calle, una posibilidad que les agradeceré mientras viva a los muchachos de Un Caño. Estar en Brasil es tener la plaza Constitución a pocas cuadras, por ejemplo. Guiado por un presentimiento, por la tarde me dirigí allí con la idea de comer un pancho en la estación de trenes y ver el partido de México contra Brasil. Lo invité a Amarildo, el dueño de “Saudade”, la pensión que me costea la revista durante el Mundial. ¿Durante el Mundial o hasta que Argentina dure? Ése es otro tema, tal vez sea pronto para tocarlo, pero ando medio inquieto porque ya escuché a varios colegas que dicen en Belo Horizonte que si Argentina queda afuera, se vuelven. Yo no quiero pensar que esta gente tenga pensado hacer lo mismo conmigo; no tanto porque no quiera volver a Ameghino, sino porque a nadie le gusta irse a dormir sin comer el postre. Imaginate una eliminación en cuartos de final y yo enfilando rapidito para Retiro a tomarme el Rojas. Bueno, ahora se llama La Estrella, pero es lo mismo. Qué desgracia sería, decime si no.

Me fui por las ramas, perdón. La cosa es que llegamos con Amarildo a la estación, y entre trenes que salían para Ranelagh o La Plata o Temperley, todas localidades que tengo leídas de los diarios, nos sentamos en una mesita chica, a comernos el pancho. “Con papitas”, pidió Amarildo, en lo que me pareció una avivada del viejo. Que yo lo haya invitado no le daba ningún derecho a extralimitarse con los suplementos. Tampoco es que se me caigan los viáticos de los bolsillos. Pero bueno, la dejé pasar y nos acomodamos. Al lado nuestro se ubicaron un señor entrecano y un nene, que debía ser su hijo. Vino la ceremonia de los himnos y, como siempre, la cámara recorría una por una las caras de los jugadores. En voz muy bajita, el nene iba diciendo: “la tengo, la tengo, no la tengo, la tengo, la tengo, la tengo, la tengo, no la tengo”. Era insoportable, así con cada uno de los veintidós muchachos. No entendí el criterio que usaba para decir a veces la tengo y otras no, hasta que lo miré: el nenito, seis años tendría, levantaba la cabeza, fijaba la cara del jugador, la bajaba y consultaba un álbum de figuritas que tenía sobre las rodillas.

Cuando empezó el partido, Amarildo me avisó que si Brasil hacía un gol él no lo iba a gritar, por respeto a la comunidad latinoamericana toda. Si al final somos hermanos, las demarcaciones limítrofes las ponen los políticos, no los pueblos, agregó, casi en tono doctoral. No es que lo conozca tanto, porque apenas tengo una semana haciendo esta cobertura acá en la Capital, pero me parece que el viejo es medio exagerado en público. Y cagón: cinco minutos antes se habían sentado atrás nuestro dos tipos que le pidieron chili al muchacho de la panchería, para aderezar los perros calientes que se iban a manducar. Sí, perros calientes dijeron. “Son mexicanos”, intuyó Amarildo, todo lógica. Y se llamó a silencio.

No es que el partido haya sido una locura, pero tuvo lo suyo. De tan concentrado que estuve, en el segundo tiempo no me percaté de que el viejo seguía sin hablar. Cuando reparé en el detalle, giré para preguntarle si tenía miedo de que Brasil perdiera, porque los cuates no paraban de tirar bombazos desde fuera del área. Tarde: el viejo se había cambiado de mesa y ya se había bajado cuatro cervezas con los supuestos foráneos. A cuenta de Un Caño, por supuesto.

No alcancé a lamentarme mientras pedía la cuenta que la televisión ya enfocaba la cara del Memo Ochoa, al que le estaban entregando el merecido premio a la figura del partido. Fue tan cerrado el plano sobre el enrulado golero que el nene no dudó: “¡La tengo!”, pegó el grito. El Mundial es hermoso, creo que ya lo dije.

Día 7. Gana La Roja, qué duda te cabe.