No se me ocurrió un lugar mejor para ver el partido.

La pista me la había dado un colega, a la vez uno de los analistas más fríos de lo que acontece en una cancha, capaz de despojarse de todo chauvinismo para hacer valer los argumentos táctico-estratégicos de una contienda futbolística: “Va a ser un parto, hermano”, me había anticipado ayer a la mañana desde San Pablo.

¿Qué podía hacer entonces yo, anclao acá en Brasil? Tomarme en la esquina de la pensión el 29, mi colectivo favorito a esta altura del campeonato, y tirarme de cabeza a la altura de la afamada avenida Santa Fe. Caminé un par de cuadras y llegué exactamente a la puerta del lugar que buscaba: la Maternidad Suizo-Argentina. Había estado una vez, hace casi 21 años, cuando recorrí a caballo los 430 kilómetros desde Ameghino para asistir al nacimiento de mi ahijada Candelaria. No recordaba demasiado lo señorial del lugar; sí que pedí estacionar el equino y me dijeron que tenía que ponerle fichas al parquímetro para poder hacerlo, igual que cualquiera. Una descortesía propia de los poderosos.

Pero ayer fue distinto: entré al mediodía por la puerta principal y me recibió una señorita con dos banderitas: “¿suizo o argentino?”, me preguntó. “Ameghinense”, le respondí, y ya no supo cuál de las dos enseñas entregarme. Adentro todo era preparativos: dos enfermeras extendían un póster gigante de Roger Federer, un anestesista controlaba el pulso de un televisor, un señor de traje se ajustaba el nudo de la corbata para atender la requisitoria de los móviles televisivos, un mozo repartía chocolates… suizos. Empecé a oler demasiada parcialidad: ¿dónde estaba la parte argentina de la prestigiosa Suizo?

Alguien tenía que tomar el toro por las astas: yo. Me paré en la vereda, aproveché la presencia de los medios, pedí micrófonos y anuncié: “La Maternidad decidió, en honor al partido de hoy, que todas las embarazadas que vengan con la bandera argentina tendrán cubierto el servicio de parto. Pero tiene que ser hoy, no mañana ni el día de la final”. Se ve que se mira mucha televisión acá: a la media hora, el hall era un desfile de mujeres con camisetas, gorro, bandera, vincha y panza. El de la corbata no sabía dónde meterse, desconcertado por la demanda. Porque se sabe, a las embarazadas no hay que decirles que no. Al ratito, cuando ya se jugaba el primer tiempo, unos camilleros empezaron a colocar colchonetas por todos lados, abarrotada ya la capacidad de las habitaciones. “Trabajo de parto”, anunció uno de guardapolvos blanco por megáfono: eran tantas las mujeres que ni gritando lo iban a escuchar. Ahí, reconozco, me costó mirar, soy medio impresionable a estas cuestiones tan íntimas.

Se hizo tan largo el partido que hubo tiempo para todo: a medida que iban naciendo los pibes el espacio se iba desalojando paulatinamente. “Se los llevan a otra sala a ponerles la camisetita de Campagnaro, la más pedida”, me sorprendió un residente. Tendrían que ponerles la de Gago, pensé: los bebés son como él, lo único que hacen es llorar. En esas cavilaciones me sorprendió el gol de Di María, coronado con los llantos emocionados de los recién arribados a este mundo. Entonces tuvo el impulso, tenía que volver al principio; por un instante me sentí como aquel gaucho de la publicidad de Telefónica lanzada en 1993, el mismo año del nacimiento de mi ahijada: “Hola Candelaria, ¿a qué no sabés de dónde te estoy llamando???”, me emocioné yo también.

Día 21. El técnico belga se queda dormido viendo el video del primer tiempo de los bravíos muchachos de Sabella.