Iba a escribir sobre Uruguay. De hecho, estuve toda la tarde en la pensión, consultando fuentes sobre la posible sanción a Suárez. “No sé nada”, me dijo Washington, el portero de acá al lado, mientras protagonizaba el sacrilegio más grande que un uruguayo haya cometido jamás: removía la yerba del mate. Llamé a Italia a mi amigo Santiago, un ameghinense triunfador en el exterior, pero no podía hablar: se había quedado mudo de tanto gritarles el gol de Godín en la cara a sus vecinos. Siempre fue valiente, Santiago.

Pero no me iba a quedar de brazos cruzados, así que pensaba entrarle al tema por el lado de Chiellini, que más que un recio defensa italiano pareció un nene corriendo a decirle a la maestra “¡mire, seño, mire, me mordió!”. Si se levanta de la tumba Gaetano Scirea y ve a este tipo se mete solito de nuevo en el sarcófago, dejame de joder.

En eso andaba, garabateando las primeras líneas de mi columna de hoy cuando levanté la vista y lo vi: Faryd Camilo Mondragón Alí le daba un beso a Pekerman, otro a su colega Ospina y entraba a la cancha a disfrutar de la fiesta colombiana. Pero sobre todo, a convertirse en el más veterano en jugar un Mundial. 43 añitos, el tipo.

Me estremecí.

Se me vinieron encima las ilusiones infantiles, los autorrelatos de goles ante arqueros imaginarios, dos pruebas fallidas en equipos de la Capital… Incluso una apuesta que había hecho, a mis 15: iba a jugar el Mundial de Francia ’98, seguro. También me atropelló la desilusión, que todavía me pesa cada tanto, de no haber podido corresponder aquellos sueños juveniles.

Pero lo vi entrar a Faryd y reviví. Sentí que todo era posible aún. Dirán que estoy loco, pro me puse a sacar cuentas en la cocina de “Saudade”, mientras el viejo Amarildo cantaba malamente una de Caetano Veloso: para el Mundial de Rusia voy a estar a punto de cumplir 42 años, uno menos de los que tiene Mondragón ahora. El que no sueña, no vive.

Así que me decidí, voy a intentarlo. Pero no voy a arrancar hoy: arranqué ayer. Ya era de noche cuando salí derechito por Brasil, dispuesto a llevar a cabo mi primer entrenamiento. Estoy de pretemporada. Tenía el dato del correntino Sandoval, que duerme en la pieza contigua a la mía, de que por acá cerca pasa una autopista, y que debajo está lleno de canchas de fútbol. Salí trotando, para calentar bien los gemelos (me gusta jugar de camisa, aunque me tilden de antiguo). No tardé mucho en encontrar las canchas, y con alegría noté que todas estaban ocupadas.

Me paré en una esquina y para que me vieran empecé a elongar, exagerando un poco los estiramientos. Pero no había caso, a ningún equipo le faltaban jugadores. Será que la fiebre del Mundial genera estas cosas, que cualquiera se cree jugador, me indigné. Fueron pasando las horas y nada, pero si algo tengo es perseverancia: allá por las doce y media de la noche, uno pegó el grito: “¡Eh, camisani! ¿Querés jugar?”. Entré como una tromba. A los cinco minutos, quizás por la mezcla de la emoción, los recuerdos y los tres piques seguidos que metí, el aire entró a escasearme. Me tiraron un pelotazo largo, quise arrancar y quedé duro como la cintura de Fred, el 9 de Brasil.

Tuve que pedir ir al arco, un poco con vergüenza, lo admito. Pero, al final de cuentas, no necesité que llegara el Mundial de Rusia. Me calcé los guantes y listo.

Ya me podía sentir como Mondragón.

Día 14. Una lesión se entromete en los planes del equipo de Sabella. Ay.