Nunca había visto un partido de Argentina en la escuela. No había tenido esa suerte. O esa desgracia, a juzgar por lo que viví ayer.

Cuando era chico, en la escuela a la que iba no llegaba el cable: quedaba en el medio del campo, y DirecTV no se había inventado todavía. Así que mis recuerdos de México ’86 se remiten a un par de partidos sintonizados en la radio, mientras volvíamos a casa en un carro tirado por un caballo. La pasábamos bien, por más que nos perdiéramos las imágenes en slow motion que hoy son la delicia de los canales en cada transmisión. Al caballo le habíamos puesto Briegel, por las aceleradas de ese alemán que parecía un tractor. Y un burro, también. Claro que el apodo surgió en diferido, después de la final. Esa, como fue domingo, sí la pudimos ver. En mi caso, en un televisor blanco y negro de mi abuela. Un artefacto digno de la NASA, comparado con el aparato que nos traía los pobrísimos relatos radiales de José María Muñoz en Rivadavia. Porque Víctor Hugo nos hizo la fea de relatar ese mundial para radio Argentina, y las débiles ondas no llegaban hasta Ameghino.

Con esos recuerdos jugueteando en mi memoria, decidí que ayer debía reivindicarme acá en Brasil, y extendí el mapa en la mesa de la cocina de la pensión tratando de identificar una escuela cercana donde ver el partido. Calculé que, como se estila ahora, lo pasarían en las aulas. Tiré una moneda y cayó sobre la calle Defensa: no era lejos de “Saudade”, la pensión que los de Un Caño me siguen pagando para que yo escriba estas crónicas con el vivir mundialista de Brasil. Amarildo, el dueño de la pensión, vio que yo revisaba distancias con una regla y acometió: “Son dos cuadras, campesino”. Lo que para él era un insulto lo tomé como un cumplido, así que lo invité. Bajamos los dos pisos por escalera y salimos a Brasil, que estaba radiante. Doblamos en Defensa y enseguida nos topamos con la escuela número 27: Deán Gregorio Funes se llama.

Aprovechamos el bullicio de la hora de la entrada y nos mandamos de cabeza. Para disimular un poco, Amarildo se había puesto un guardapolvos blanco, aunque a sus 67 años iba a ser difícil que lo confundieran con un aprendiz. Yo llevaba unas carpetas, me las daba de profesor de historia: “Por estas aulas alguna vez pasó Cornelio Saavedra”, atiné a decir cuando nos cruzamos con un par de madres en el pasillo. Llegamos al patio y ahí estaba la fiesta que había ido a buscar: decenas de niñitos sentados ordenadamente observando una pantalla gigante.

Inevitablemente, recordé mis expectativas infantiles alrededor del clásico con Italia en el ’86, cuando ellos nos ganaban y Maradona empató con un salto de artista. Bueno, eso lo comprobé después, con los años, porque el gol lo escuché entrecortado, en medio del relincho del caballo, que protestaba porque el volumen estaba un poco bajo y él también quería saber de primera mano lo que iba pasando: como nosotros, tenía su coranzoncito puesto en el Diego.

Ahora las cosas son distintas. La imaginación vuela menos. Y los chicos están mucho más informados. Lo comprobé en el entretiempo, cuando le pregunté a un grupito de tercer grado cuál era su jugador preferido. Todos dijeron lo obvio: Messi. Todos menos uno, que estaba serio. Cuando el resto terminó de responder, tomó aire y me dijo: “A mí me gusta Enyeama, el nigeriano. Hace rato que no veo un arquero con esos fundamentos técnicos, fíjese cómo cubre la bisectriz del arco. Y de su capacidad atlética ni hablemos, es una gacela. Desde Thomas N’Kono en Italia ’90 que no veo un arquero africano de semejante nivel”. Guau.

Me quedé reflexionando, asombrado por el niño prodigio, cuando unos gritos me sorprendieron. No era un gol; al fondo del salón divisé a una persona que corría a un señor de traje, funcionario del ministerio de Educación, supe después. El que lo perseguía no era otro que Amarildo: el viejo había encontrado un sifón y se hacía el gracioso tratando de mojarlo. “Soy Lavezzi, soy Lavezzi”, repetía, a carcajada limpia.

Yo también salí corriendo. De la vergüenza que sentí. Viejo podrido.

Día 15. Los alemanes lloran una tarjeta roja inesperada.