Ando sin poder comer desde anoche. Nada, ni un grisín.
La verdad es que había pasado un domingo bárbaro, lleno de matices. Me había levantado temprano para lavar las sábanas y colgarlas al solcito en la terraza de “Saudade”, la pensión por la que Un Caño paga la friolera de 123 pesos por noche para que yo pueda hacer mi trabajo. Sin desayuno, claro, eso ya sería un lujo y el presupuesto no da para tanto. Pero me arreglo bien, siempre he sido un hombre austero. Subí a la terraza y me tenté, al comprobar que el dios Febo inundaba todo Brasil: “Me hago unos mates y me vengo a leer el diario acá”, me dije. Que reviente todo, un día de joda es joda.
Así que en esa placidez pasé el rato, entre el deleite de la prosa de los enviados especiales al Mundial (“es el Disneylandia de los adultos”, escribió un tal Andrés Burgo, conmovido desde el Mineirao por Brasil-Chile), el mate amargo y unas miguitas que les iba a tirando a los pájaros que revoloteaban. Gustos que uno se da. El almuerzo lo pasé de largo, con un objetivo específico: salir a cenar por primera vez desde que me instalé acá. Había estado ahorrando viáticos toda la semana con pequeñas trampas: caminar 86 cuadras hasta Palermo para cubrir los festejos colombianos el sábado a la noche, en vez de tomar el colectivo; sentarme cuatro veces por semana en los bancos del parque Lezama para leer de ojito los diarios que compran los jubilados; repartir volantes de un restaurante japonés dos horas por día a cambio de un paquete de arroz integral… Cositas por el estilo, bah. La cuestión es que con esa conducta logré sumar unos pesos suficientes como para terminar el domingo con una comida pantagruélica.
A la tarde había seguido por radio las alternativas del triunfo holandés. El gol definitivo de Huntelaar retumbó fuerte en el interior de la pensión: más que el relator lo gritó Lito, uno de los habitantes de “Saudade”: “Anoche me intoxiqué con unas quesadillas, los odio a los mexicanos”, me explicó, más tranquilo, unas horas después, cuando logró abandonar el retrete. Para cuando Costa Rica definía por penales su pase a cuartos, yo ya no estaba en la pensión: caminaba a paso firme rumbo al centro, buscando las luces de Corrientes. Iba a cenar con plato y cubiertos. Sí señor, como corresponde a un enviado que se desloma trabajando para cubrir las expectativas de la redacción que lo manda al lugar de los hechos. Había invitado a Amarildo, que sorprendentemente me había puesto una condición: que la comida fuera blandita. Porque el viejo es bidente, con b larga: le quedan dos dientes apenas.
Así que entramos a Güerrín, una de las pizzerías más tradicionales de la ciudad. Yo estaba feliz. Y hambriento, recuerden que había pasado el almuerzo de largo. Subimos al primer piso y nos ubicamos en una mesa lateral, contra la pared de la izquierda. Fue entonces que, en un abrir y cerrar de ojos, me quedé sin hambre, sin cena, sin habla, sin nada.
Resulta que sobre los espejos gigantes que adornan las paredes junto a tapas de diarios viejos y camisetas de fútbol, los tipos pegaron pequeñas banderitas autoadhesivas. Donde estábamos nosotros había tres, no les exagero ni una coma: de un lado la de Uruguay, eliminado el sábado, del otro la de Grecia, eliminado anoche, y en el centro… la de Argentina. Ay mi dios, qué señal funesta. Me eché a llorar sobre la mesa, manchando con muzzarella mi camisa recién planchada. “Vamos”, le ordené a Amarildo, que no quería saber nada con abandonar el lugar. Viejo muerto de hambre.
Salí corriendo, buscando aire. Pensé en tirarme debajo de un colectivo para terminar con la agonía. Pero no me pareció bueno regresar a Ameghino encerrado en una armadura de roble. Pobre Sabellita, también, que se debe estar rompiendo la cabeza pensando una táctica. No me animo a llamarlo, para qué.
Pero ojo, que me quedan 24 horas para que se me ocurra cómo romper el embrujo. Mañana les cuento.
Día 19. El árbitro da córner. Qué escandalo se arma.