Porque alguna vez hay que rebelarse.

Reconozco que tal vez no haya sido la mejor ocasión: no todos los días jugás un partido por los cuartos de final de un mundial. Pero no puede ser que las injusticias nos resbalen por el cuerpo como si fueran gotas de lluvia. Y caigan. De eso me siento orgulloso, qué se yo. Y sabrán disculpar que les hable de mi caso cuando parece que lo único que importa es lo que pasa allá.

La verdad de la milanesa es que me senté en la cocina de “Saudade”, la pensión que me cobija acá en Brasil, con todas las cábalas en orden: la foto del padre Mariano –el curita ameghinense más popular– en el bolsillo de la camisa escocesa, puesto el jogging que uso desde Italia 90 para cada partido, los botines prolijamente acordonados… Hasta Elsa, la franquera de los fines de semana de este hospedaje, se había enfundado en la camiseta de la Selección que usó Antonio Rattín, el ídolo de sus años mozos, en Inglaterra 66. Me contó que se la ganó en un concurso, mientras revolvía la polenta que íbamos a comer en el entretiempo. Porque el mundial es el mundial, pero a Elsa no la jodan con la comida.

En esa charla previa estábamos, para cortar un poco la ansiedad, cuando en la tele apareció la imagen de Maradona desde un hotel de Río de Janeiro. Me llamó la atención que no estaba en el estadio, hasta que Diego empezó a hablar: parece que los de la FIFA no lo dejan entrar a la cancha. Primero pensé que era un chiste, pero cuando lo dijo por segunda vez, con esa cara seria que pone para hablar de los grandes temas y de los otros también, me caí de espalda.

Fue entonces que tomé la mejor decisión desde que llegué acá desde Ameghino, a cubrir esta contienda deportiva para los muchachos de Un Caño: irme. Yo no iba a ser cómplice de esta afrenta a la historia del fútbol argentino. Que digo al fútbol, a la Argentina misma. Negarle a Maradona entrar a una cancha le da la razón al Pepe Mujica: los de la FIFA son unos viejos hijos de puta, decime si no. Yo entiendo todo, la importancia del partido, la oportunidad inminente de romper el estigma amasado durante 24 años, la lluvia que invitaba a quedarse guardadito con la vista clavada en la tele. Pero no, no cuenten conmigo. Yo no iba a darles rating a estos carcamanes.

Salí a la calle justo cuando Messi leía no sé qué declaración, con los equipos formados. Estaba dispuesto a obviar, acá en Brasil, lo que pasara allá en Brasilia. Porque yo no me llamo un partido de fútbol, señores. Entré a caminar debajo del paraguas negro que me prestó Elsa: su contribución llegó hasta ahí, porque no aceptó acompañarme en mi defensa de las causas patrióticas. Y no mirar el partido, más que un gesto solidario con Maradona, era enfrentar al sistema.

Lo mejor que pasa en estas grandes urbes sucede durante los partidos de la Selección, descubrí. Me metí sin pagar entrada en un museo de San Telmo a ver unos cuadros pintados por Jorge Lanata, caminé por el medio de la avenida Corrientes, pinté con aerosol “FIFA GO HOME” en una pared del Obelisco, di un discurso en la Cámara de Diputados, hice un gol en el arco del Monumental que da al río de la Plata… Boludeces así, que por ahí en un día de semana son más difíciles de hacer.

Hoy leí en los diarios que ganó Argentina con un gol del Pipa Higuain. Qué novedad: nada que ustedes no hayan leído ayer a la mañana, antes del partido. En esta misma columna.

Día 25. Messi vomita en el baño. Pero no hay cámaras.