Cinco años engañados por un alemán, si seré boludo.
La revelación la tuve anoche, mientras dormía. Me desperté sobresaltado, sin entender muy bien por qué. Serían las cuatro de la madrugada, no más. Primero pensé en los ronquidos del Ruli Sandoval, el correntino que duerme en la pieza de al lado; porque a ese tipo no hay pared que se le resista, emite unos sonidos que harían asustar hasta a King Kong. Pero cuando entré en estado de vigilia me di cuenta que no, que el Ruli estaba en silencio. O no estaba en la pensión, vaya a saber. Hasta que caí en la cuenta: lo que me había despertado era la súbita certeza que me había aparecido en medio de un sueño: la sonrisita de costado de mi amigo Kai diciéndome “entraste como un caballo, campesino”. Ay Dios mío, no pude pegar más un ojo en toda la noche, y no creo que vuelva a hacerlo hasta el domingo. O tal vez nunca más, vaya a saber.
Kai es un periodista alemán que vivió en Argentina hasta el año pasado. Llegó a mí leyendo unas reseñas de libros sobre siembra y labrado de la tierra que yo escribía para El ojo ameghinense. Eso me dijo, al menos, aunque desde anoche todo lo que viví con él está teñido de dudas, de desconfianza, de olores nauseabundos. La cuestión es que, allá por finales de 2009, me mandó un mail elogiándome por una frase que yo le había robado a Guillermo Vilas, la vez que se negó a jugar sobre el césped de Wimbledon. “El pasto es para las vacas”, recuerdo que le había puesto de título a una columna sobre alfalfa en honor al gran Willy. Los periodistas somos vanidosos: las palabras edulcoradas de ese colega que no conocía me ensancharon la espalda, claro, y en un viaje que hice a Buenos Aires a cubrir un seminario titulado “usos y costumbres de las vacas Abeerden Angus en la llanura pampeana”, acepté tomar un café con él. Durante la amena conversación una cosa trajo la otra y le terminé contando sobre mi interés por el fútbol, específicamente.
Faltaba poco para el match Argentina-Alemania en el mundial de Sudáfrica. ¡Mirá vos, cómo no me había dado cuenta antes! A los cinco días me preguntó como al pasar sobre Chiquito Romero, el arquero de la selección de Maradona; me dijo que buscaba información para una nota que tenía que escribir, así que no dudé en contarle de Chiquito. “Algo dubitativo para salir en los centros, en especial los que caen entre el punto penal y el área chica”, le respondí, según pude encontrar hoy en mis apuntes de aquella época. Que Schweinsteiger haya lanzado el centro justo allí, que Romerito dudara y que Müller haya entrado tranquilo a cabecear y marcar el primer gol de esa catástrofe futbolera argentina que nos echó a patadas de Sudáfrica me pareció entonces una casualidad. Ni más ni menos que eso.
Hasta esta madrugada.
Él me dio las condolencias por esa derrota con toda la solemnidad que puede esperarse de un hombre íntegro. Ni un chiste, ni una cargada, nada. Yo pensaba “qué respetuoso este tipo, si hubiese sido al revés le llenaba la cuadra de afiches”. Ese gesto de grandeza y sus posteriores atenciones –una camiseta que me regaló del Hamburgo, su club, por ejemplo– solidificó mi relación con el germano. Más cuando en un viaje que hizo por el sur argentino se sacó la foto y me la mandó.
Ahí sentí que definitivamente era uno de los nuestros. Incluso su predilección por la palabra “boludo” lo convertía en más argentino que varios que nacieron acá. Todo normal hasta anoche, repito, cuando me di cuenta de todo en medio de mi descanso en “Saudade”, la pensión de la calle Brasil desde la que llevo adelante mi cobertura del Mundial para Un Caño.
Lo voy a explicar con todas las letras. Ayer nomás había terminado de elaborar un curioso informe que Kai me había pedido; me convenció como se convence a un sudaca como yo: con la promesa de una recompensa medida en euros. Ochenta, para ser más exacto. Entiéndame, nunca vi un billete de esa moneda, me tenté. La cosa es que le mandé un detalle exhaustivo de las relaciones amorosas fallidas de cada integrante del plantel argentino. Las minas que los dejaron, bah, y las causas. Esos datos que, usados con malicia por un rival en medio de una final, pueden desestabilizar emocionalmente a cualquiera. Pero necesité que su cara me sonriera socarronamente en el sueño para darme cuenta: Kai es un espía alemán, un enviado encubierto de esa selección que nos viene cagando la vida sin parar en la historia reciente de los mundiales. Y yo, que lo parió, he sido un factor involuntario pero determinante de nuestras propias derrotas.
Fui corriendo a ver mi casilla de mails, con la esperanza de que me hubiera quedado en la carpeta “borradores”. Minga. En “enviados” brillaba el asunto: “Secretos inconfesables de Messi y sus muchachos”. Si nos vuelven a ganar, entonces que me tiren al pichón en la plaza de Ameghino. Merezco lo peor.
Pero no me iba a quedar de brazos cruzados, así que ahí mismo me conecté a Skype y llamé a este farsante a la redacción del diario alemán para el que trabaja. “Imposible”, me respondió en dialecto hamburgerisch una secretaria, “el señor está hablando por otra línea con Herr Joachim Löw”. Con el técnico de Alemania, sí. Más claro echale agua, hermano.
Me derrumbé.
Aunque hay que reconocer una cosa: qué disciplinados estos alemanes, invertir cinco años de la vida de un tipo para ganar un mundial.
Día 30. Gugnali entra temprano a la habitación de Sabella y encuentra a su jefe dormido, sentado en un sillón y con un libro en las manos: “Así derroté a Alemania en México 86. Por Carlos Bilardo”. Le pone el piyama y lo mete en la cama.