El gol y el amor se llevan tan bien porque nacen de lo mismo: un accidente. Será por eso, supongo, que antes se decía tanto entre los futboleros eso de que “goles son amores”. Cuando hablo de accidente no me refiero a que la pelota le rebote a Rojo en la rodilla y pum, adentro, como pasó contra Nigeria; si miramos bien, el primer gol de Messi esa tarde también nació de una concatenación de episodios fortuitos: patea Di María, pega en el palo, rebota en la cabeza del arquero, otra vez en el palo, la pelota se eleva y le cae justito al pequeño, como lo llama Guardiola. Gol de Messi, un accidente.
Yo no pensaba tomarme la tarde libre ayer, por más que el Mundial nos haya dado el día franco a todos. ¿Para qué, si en la pensión de Brasil estoy bárbaro? Incluso me pareció una buena ocasión, sin los apuros del cierre que me imponen los muchachos de Un Caño, para airear un poco la pieza. Abrir las ventanas, ventilar las cobijas, barrer las migas que se me fueron acumulando en estos dieciséis intensos días de trabajo, asearme un poco… Esas cosas típicas que hacemos cuando tenemos un respiro en nuestras tareas cotidianas.
Así fue que puse mi centro de operaciones, acá en “Saudade”, completamente patas para arriba. Y entonces descubrí que me faltaban grisines, los que uso como cigarrillo cuando escribo. Lo mismo que estoy haciendo ahora, solo que ustedes no me pueden ver. Bueno, la cosa es que salí a comprarlos al almacén que está a dos cuadras, bajando por Brasil. Nunca llegué.
Ahí fue que tuve el accidente: botitas media caña, pasitos cortos y veloces, flequillo de dos días y una sonrisita que haría rendir a un batallón. Estaba parada hablando por teléfono a mitad de cuadra, mientras esperaba que la atendieran en un quiosco. Cambié de planes sobre la marcha y me puse cerca, como si también yo fuera un cliente. Cerca pero no al lado, con la distancia suficiente para poder mirarla pero que no se notara. Trucos que en Ameghino no puedo usar, si allá nos conocemos todos. Enseguida me di cuenta de que hablaba con una amiga: “¿Viste que te dije? Eso de los botines de distintos colores iba a terminar mal, son mufa, jiji. Como la pollera en degradé esa que usás, siempre te trae mala suerte”. No necesité pensar demasiado para darme cuenta de que hablaba de la lesión del Kun. Me muero muerto, pensé, a medio derretir.
Entonces tomé la decisión: de acá no me sacan ni con la Federal, la Metropolitana y el Grupo GEOF juntos. Hice fuerza para pensar rápido y bien, algo que no me suele suceder, con la ilusión de que se me ocurriera algo ingenioso para decirle. Para llamar su atención, que me viera, que supiera que detrás suyo había otro ser humano, varón además. Se me apareció una idea y la largué con fuerza, para que me escuchara bien: “Sí, hay que ver si ahora Sabella lo pone a Lavezzi. Aunque a mí me parecería más adecuado que juegue Biglia, es mucho mejor en la transición ataque-defensa”. Giró levemente, me miró de costado y noté que la sonrisa ya no estaba: su gesto era una mezcla de indiferencia y piedad, como si estuviera pensando “pobre pibe, qué boludo”. Entonces fue que la quiosquera la saludó: “Hola Pipi, ¿cómo estás? ¿Qué buscabas?”. Fue lo último que escuché: empecé a sentirme aturdido en mi propia estupidez. Me hubiera martillado los dedos ahí mismo, te lo juro.
Pagó y se fue, esquivándome al salir como si yo fuera una maceta. Un sauce llorón, eso soy.
Día 17. Para Suárez que lo mira por tevé: Uruguay se lo come crudo.