Un error de tipeo puede provocar un desastre. Decímelo a mí.

Ayer había cerrado mi crónica con un vaticinio firme: “Uruguay se lo come crudo”, en referencia al partido contra Colombia. Como andaba medio apurado, no pude releer el texto antes de mandárselos a los muchachos de Un Caño. Y salió así. El problema estuvo en la ausencia de una letra, que cambia completamente el sentido de lo que pretendí decir.

En vez de escribir “Uruguay se lo come crudo”, había querido poner “Uruguay se los come crudo”. A los goles de James, por supuesto. Y crudo en singular, en alusión al estado de Uruguay: sin Suárez iba a ser un equipo sin cocción, sacado del horno de arrebato. Pero el asunto es que la letra ese de la máquina de escribir que me traje de Ameghino no tiene mucha tinta y en esa frase no se alcanza a leer el caracter. Lo comprobé esta mañana, cuando fui a la casa de Cheb Terrab, el editor de la revista, a comprobar el error en el papel original.

El tipo me puteó por duplicado: primero no le gustó que le tocara el timbre un domingo a las 6 y media de la mañana y tampoco que me haya equivocado así. Teme que se desate un conflicto internacional con Uruguay por el malentendido. No quiere quedar pegado como el responsable de un Botnia II, se animó a decirme, ni mucho menos tener que molestarse en ir a declarar a La Haya, en caso de que el asunto alcance ribetes diplomáticos. Él dice que es obvio que “Uruguay se lo come crudo” fue interpretado como una cargada a Luisito Suárez, el de la dentellada. Nada más lejos de mis intenciones. Pero una letra es una letra.

La cuestión es que anoche, cuando estaba cortándome las uñas de los pies con una tijerita algo oxidada que me había prestado Elsa, la franquera de la pensión, se me metió en la pieza Washington, el portero del edificio de al lado. Uruguayo el hombre, creo que ya se los presenté. Es de pocas palabras Washington, en general responde con una inclinación de cabeza a mis “buen día”, “buenas tardes” o “linda noche, ¿no?”. Porque en general tiene la boca ocupada con la bombilla de ese mate eterno que lleva consigo.

Anoche no necesitó hablarme. Entró, me midió de zurda y me aplicó de derecha, directo al mentón. “¡Uruguay nomá! ¡Uruguay nomá!”, gritaba, exaltado. En todo este tiempo que llevó acá en Brasil, jamás lo había visto así. Bueno, tampoco es que ayer lo pude mirar tanto: enseguida se me puso el ojo izquierdo en compota. Cumplido su cometido, Washington pegó media vuelta y se fue, sin que el termo se le moviera un centímetro de su axila. En la puerta de la pieza se cruzó con Elsa, que acudió atraída por el griterío y el ruido que hice al caer: me di de lleno contra el gato de la pensión. Se llama Barbosa, un homenaje que el viejo Amarildo, el dueño de la pensión, le quiso hacer a los pobres brasileños que perdieron la final del ‘5º en el Maracaná. Y lo nombró con el apellido del arquero, ese pobre diablo señalado inquisitoriamente de por vida. La cosa es que Barbosa pegó un refunfuño bárbaro cuando me le caí arriba. “¿Estás bien?? ¿Estás bien??”, preguntaba Elsa, asustada. “Sí sí, no se preocupe, Elsa”, la tranquilicé. Pero no me escuchó: estaba acariciando a Barbosa, el destinatario exclusivo de sus atenciones.

Pobre de mí.

Día 18. El gol en contra más lindo del Mundial.