MUHAMMAD ALI había recuperado su corona ante George Foreman en 1974 y paseaba su título mundial de los pesados por gran parte del mundo, incluida aquella épica y dramática victoria sobre Joe Frazier en Manila, Filipinas, en 1975.
En los rankings de 1976 aparecían figuras del boxeo latino como Víctor Emilio Galíndez, el panameño Roberto “Mano de Piedra” Durán –quien ya llevaba cuatro años como campeón mundial ligero de la AMB–, el nicaragüense Alexis Argüello, el puertorriqueño Wilfred Benítez, los mexicanos Carlos Zárate, Alfonso Zamora y Miguel Canto, el venezolano Betulio González y el colombiano Antonio Cervantes, “Kid Pambelé”.
Y en la categoría mediano, el brillo indiscutible de Carlos Monzón y de Rodrigo Valdés –campeón de la Asociación el argentino y del Consejo el colombiano-, hacía presagiar la pelea más atractiva del momento. La división de los medianos históricamente ha sido una de las más atractivas, ya que generó leyendas como Rocky Graziano, Ray “Sugar” Robinson, Jake LaMotta, Gene Fullmer, Emile Griffith y Nino Benvenuti.
Sin embargo, hasta los reinados de Carlos Monzón y Rodrigo Valdés, el boxeo latino, de la mano de grandes figuras como Kid Gavilán, Florentino Fernández, Luis Manuel Rodríguez y el ya legendario Kid Tunero de los tiempos románticos, no había obtenido el campeonato del mundo.
En ese contexto, llegaron Monzón y Valdés a unificar el campeonato. Los expertos coincidían en que desde los tiempos de Ray Robinson –considerado el boxeador más científico y completo de toda la historia-, ningún campeón de los medianos había tenido el lustre de Carlos Monzón, con sus 12 defensas exitosas de la corona. Sumando la pelea con Benvenuti, cuando alcanzó el cinturón de campeón, Monzón sumaba 13 peleas de campeonato, junto a Gene Fullmer. El número uno con 15 era Robinson, a lo largo de diez años, pero en cinco reinados. Se decía que en algún caso, como ante el británico Randy Turpin en Londres, Robinson no hizo muchos esfuerzos para ganar, y de esa manera se suscitó mayor interés para la revancha.
Finalmente, llegaría el momento esperado el sábado 26 de junio, en el estadio Louis II de Mónaco, con la promoción del italiano Rodolfo Sabatini: se pusieron en venta 9.450 butacas con precios que iban de 250 a 10 dólares.
El mundo del boxeo en Argentina estaba tan agitado como en Colombia, supongo. No se hablaba de otra cosa. Para entonces, ya Carlos era algo más que una figura: era el símbolo del campeón ganador en cualquier ring y ante cualquier rival que le propusieran. Ganarle a Valdés era ya una cuestión personal, aunque él mismo confesara que solamente esperaba ganar para largar el boxeo. “Para mí, el día más importante va a ser el viernes 25, el día antes de la pelea, porque va a ser la última vez que me tenga que poner la ropa de entrenamiento. Estoy podrido y voy a tirar todo el equipo. La gente ve al boxeador sobre el ring, al campeón, pero lo que no ve son las concentraciones, las privaciones, tenés que privarte de lo que te gusta, y vivir atado a los horarios, a las comidas y a hacer guantes todos los días. No quiero más. Le voy a ganar a Valdés y chau al boxeo”, decía.
El gimnasio del Luna Park era un reguero de excitación y adrenalina. Los periodistas íbamos puntualmente todos los días para ver los entrenamientos. Sus sesiones de guantes con Rubén Pardo, que estaba a las puertas del campeonato argentino, o con su gran amigo Ricardo González eran, a veces, fuertes batallas, sobre todo con Pardo.
A medida que pasaban los días, Monzón se volvía más enérgico con los guantes puestos. No perdonaba a nadie ni pedía que le tuvieran consideración.
Por supuesto, éramos muchos los que pensábamos si esa pelea con un rival temible, fuerte y mecanizado como Valdés no sería una prueba más que difícil (de hecho lo fue) para un hombre que se había acostumbrado a una vida menos espartana, entre las mieles de los sets de filmación y los mimos de Susana Giménez.
Por supuesto, se trataba de Carlos Monzón, de cuyo orgullo y capacidad profesional no se podía dudar, aunque el almanaque seguía su marcha. Su frase, en algún momento fue: “No entiendo a los periodistas. Están más nerviosos que yo. Si yo voy a ganar”
No amenazaba ni hablaba para los micrófonos: simplemente, prometía.
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“NUNCA ME SENTÍ TAN BIEN”, decía Rodrigo Valdés, por su parte. “Monzón está enojado conmigo porque cree que es cierto que dije que lo mejor que tiene es Susana Giménez. No fue así, lo inventó un periodista. Sé de sobra que va a ser el rival más difícil de mi carrera, pero soy más rápido que él, y estoy preparado para hacer la pelea en la corta distancia, que él sabe muy bien que no le conviene. Yo creo que Carlos está viejo y no podrá aguantarme el ritmo”.
Aunque los dos conservaban una cuota de respeto mutuo, ninguno cedía terreno en cuanto al pronóstico: se veían ganadores. Durante una conferencia de prensa, Monzón dijo en público lo que ya había expresado en la intimidad: “Es mucho más chiquito que yo, no me puede ganar”. Un periodista francés tildó la frase de “poco seria”, aunque Monzón se había referido puntualmente a la diferencia física entre uno y otro. Al mismo tiempo, un periodista colombiano le reprochó: “Usted siempre menosprecia a Rocky”, por lo que Monzón le respondió casi como en la escuela cuando dos chicos se pelean: “Pero… ¡Si el empezó diciendo lo de Susana!”. El colombiano entonces no tuvo otra ocurrencia que decirle que Rocky peleaba con tiburones, por lo cual Carlos perdió la paciencia:
-Ma sí… lo voy a cagar a trompadas a él y los tiburones, ¡Dejense de joder!
LO DE LOS TIBURONES era cierto. Rocky, hijo dilecto de Cartagena, muy querido por todos, había tenido una infancia pobre –bueno, como todos los boxeadores- y una forma de ganarse la vida había sido la de meterse en el mar Caribe con cartuchos de dinamita que al explotar acaban con los tiburones que andaban por alli y que luego eran recogidos. Había trabajado también en el Viejo Mercado, descamando pescados. La leyenda contaba que había aprendido a leer porque le encantaba el cine, pero no entendía los subtítulos. Así que fue a la escuela de policía para poder entender mejor las películas. A los 18 conoció al periodista Melanio Porto Ariza, se hizo boxeador y su vida cambió para siempre. En 1969 Ariza, ahora su manejador, lo llevó a Nueva York, donde comenzó a entrenar con Gil Clancy y el Chino Govín y fue puliendo su estilo, agresivo, de corta distancia y golpes curvos que hacían mucho daño. Con esos golpes, Valdés sentía que iba a poder presionar a Monzón, achicándole el ring y los espacios.
Reproducimos una parte de una nota de la exquisita pluma del periodista colombiano Alberto Salcedo Ramos, en su libro de crónicas La eterna parranda. Vale la pena leer a un personaje digno de Garcìa Márquez:
“A todos los que quisieran oírte podrías narrarles mil historias de dolores y sacrificios. Decirles, por ejemplo, que desde los dos años eres huérfano de padre, pues tu viejo, un borracho perdido, se cayó de la lancha que capitaneaba y se ahogó. Hablarles de los tiempos en que dormías apilado con tus cuatro hermanos mayores en un par de camastros. Describirles la quemazón que sentías cuando caminabas descalzo por el pavimento caliente de Cartagena. Hacerles saber que a los siete años madrugabas diariamente a tajar pescados en el antiguo mercado del Arsenal. Contarles cómo a los diez años eras el único niño de un grupo de pescadores temerarios que buceaban en el mar con un taco de dinamita en las manos, para sacar los peces hasta la superficie a punta de fogonazos. Seguro al escucharte se quedarían pasmados. Y entenderían el trasfondo de la respuesta que le diste al periodista Melanio Porto Ariza cuando te preguntó si alguna vez habías sentido miedo mientras boxeabas.
-Uffffff, Mela, las muendas más fuertes me las dio la vida afuera del ring.”
ESOS HOMBRES, que habían vivido una niñez pobre y desprotegida, eran ahora, como modernos gladiadores, el atractivo para el jet-set internacional. Alain Delon, Jean Paul Belmondo, Mireille Darc fueron para verlo ganar a Monzón. Omar Sharif o Max Cohen, confiando en Valdés (Delon y Sharif apostaron 5.000 dólares entre sí). A su vez, Ives Montand, David Niven y el príncipe Rainiero, también estuvieron en el estadio. Carlos Bianchi –en ese momento goleador del campeonato francés- pasó casi ignorado ente el público, en donde también asistieron los futbolistas argentinos Chirola Yazalde, el Pato Pastoriza, Onnis, Zywica y Rubén Cano.
Susana Giménez, por supuesto, no faltó a la pelea. Una crónica narra que fue la primera en recurrir a los servicios profesionales del doctor Roberto Paladino, tras salir del baño, resbalarse y golpear contra una cómoda. Resultado: fuertes dolores en las costillas y un día de reposo. “Hasta tuve que infiltrarla por cómo se sentía –explica el doctor Paladino, recordando con ironía-, aunque en esas habitaciones de hotel no había cómodas”.
No faltaron las malas lenguas que afirmaron que sus golpes no se los había ocasionado justamente un mueble.
OTROS HOMBRES comenzaban a vivir un conflicto en el equipo. Por un lado, Amilcar Brusa se sentía molesto porque Lectoure llevaba siempre la voz cantante en todas las conferencias de prensa y era el más requerido por los periodistas. A su vez, Lectoure, en tono inocente, respondía a esos comentarios de este modo: “Yo no tengo la culpa de que los periodistas se acerquen a mí, si soy mucho más famoso que Brusa”.
“En esa guerra de egos –recuerda el doctor Paladino-, comenzó a alimentar el fuego Cacho Steinberg. Generalmente –y más cuando se acercaba el momento de la pelea- Tito estaba siempre muy cerca de Monzón y cuando iban por la calle, siempre iba adelante, con Carlos del brazo. Tito era vanidoso y sabía que era una manera de salir en todas las fotos, porque por donde iba Monzón, aparecían los fotógrafos. Yo iba atrás, con el resto del grupo y escuchaba cuando Steinberg le comentaba a Brusa: ‘¿Ve, Brusa? Se mete adelante, para salir en las fotos, cuando usted tendría que estar ahí, no él’. Y Brusa iba perdiendo la paciencia”.
No era solamente una cuestión de salir en las fotos. Steinberg había logrado que se sumara al equipo como preparador físico José “Pechito” Platowsky, que pasó a reemplazar a Patricio Russo, hombre de la primera hora –viajó a la pelea con Benvenuti pagándose el pasaje de su bolsillo-, además de ser muy cercano a Tito. Lectoure ya veía desde antes a Steinberg como la figura que aparecía cuando ya el campeón estaba en su apogeo y con el tema de los Mercedes Benz y su conocimiento de las finanzas era capaz de meterse como una cuña en proyectar nuevos y enormes negocios para Monzón.
No creo que haya sido Steinberg justamente el que intercedió para que Susana viajara a la pelea, pero sí que Lectoure comenzaba a tener a su alrededor caras extrañas, ya que si bien él no aprobaba que las mujeres se incorporaran a los viajes, menos podía aprobar que un extraño como Steinberg influenciara en Monzón o que Pechito reemplazara a un hombre como Russo. Hasta ese momento, Lectoure sabía que seguía manejando la situación, sobre todo en el terreno boxístico, en donde Steinberg no tenía conocimiento alguno para meter baza.
“ME GANÓ. ME DUELE”. Mientras el equipo colombiano seguía protestando el fallo, Rodrigo Valdés, en su camarín, definía en dos breves frases lo que había pasado en el ring ante el periodista Carlos Ares, de El Gráfico.
Atrás había quedado una pelea que, como un juego de ajedrez lleno de violencia, había puesto frente a frente a dos estilos totalmente diferentes. “Monzón peleaba para él, era frío y no le importaba el espectáculo, subía a ganar y con Valdés hizo lo de siempre”, cuenta el doctor Roberto Paladino.
Valdés, valiente, agresivo, buscó desbordar a Monzón, como lo habían intentado Mantequilla Nápoles o Jean Claude Bouttier, pero sus esfuerzos habían sido inútiles: el paso atrás a tiempo, el torso hacia atrás en su medida, evitaban los golpes largos y abiertos. Los brazos tejiendo una maraña anulaban los esfuerzos de la pelea franca en la corta distancia.
No fue nada fácil para ninguno de los dos. Para Monzón, el gran problema era llegar con reservas físicas hasta el último asalto, en una época en donde las peleas eran a 15. Hasta el séptimo, el santafecino impuso sus jabs, abriendo el camino para descargar su derecha a fondo. Así, en el tercer round logró frenar a Valdés con esa derecha que además le inflamó el ojo izquierdo: el colombiano terminó la pelea con ese ojo totalmente cerrado.
“Con los ojos a dos metros del ring, en medio de un clima tensionado del estadio, cada arranque de cualquiera de los dos llevaba aroma de nocaut. Los golpes reflejaban el impulso de una tremenda energía”, escribió Ernesto Cherquis Bialo, que tituló su comentario con frase redonda, síntesis de la pelea: “Hizo falta un Monzón tan grande para ganarle a un Valdés tan bueno”.
Mientras en el rincón del argentino, Brusa daba –como siempre- las órdenes necesarias y justas, el rincón de “Rocky” era un caos de órdenes, entre las instrucciones en inglés de Gil Clancy y lo que gritaban en español Melanio Porto Ariza y el Chino Govin, entre otros.
Por fin, llegó para Valdés el momento esperado: un derechazo a la cabeza, allá por el séptimo capítulo, que obligó a Monzón a buscar el amarre. No llegó a estar groggy, pero necesitó de unos cuantos segundos y de toda su experiencia para pasar el mal momento.
Ese instante fue un quiebre de la pelea, porque pareció que –ahora sí- llegaba el turno de Rocky para imponer su vigor, su fortaleza y su ambición. Más allá del puntaje, daba toda la sensación de que la batalla iba a terminar antes, sobre todo porque la actitud de Valdés era al todo o nada, obligando a Monzón a jugarse en los cruces. Sin embargo, Monzón no perdió la calma y se ajustó como nunca a su libreto. Hasta que, de pronto, el estadio se convirtió en un pandemonio. Y el ring, en un infierno.
¡PUM!. Cuando Valdés, buscando el ansiado desborde, se lanzó frontalmente al choque, olvidó una regla de oro: no atacar nunca de esa manera a un Monzón. Pero su corazón caliente pudo más que la estrategia de manual.
Avanzó Rocky, empujado por su orgullo, por su decisión, por su temperamento de peleador. Y lo chocó Monzón con su derecha, digna de un matador en una plaza de toros, una estocada a fondo. Chocaron las dos fuerzas, la de todo el cuerpo del colombiano lanzado en el avance, y la del puño derecho del argentino, impactándolo justo en el mentón.
Totalmente desequilibrado, cayó Valdés hacia adelante, apoyando sus manos en el suelo, conmocionado, sentido y desorientado. ¿Se podía levantar?
Y sí, se levantó, se levantó y escuchó la cuenta del referí Raymond Baldeyrou, quien llegó a los 8 segundos. Ya se terminaba el asalto. Monzón, con la mente fría, buscó el remate, pero sin exponerse. Nada es más peligroso que descuidarse ante un león herido.
Cuando tocó la campana, el Destino de la pelea estaba marcado. Esa caída de Valdés había sido el momento culminante, puesto que ni física y mucho menos psíquicamente, el colombiano podía enfrentar el último round, sin comprender que iba a estar expuesto por tres minutos eternos ante Carlos Monzón. Error.
Monzón, sabiéndose ganador, no quiso correr ningún riesgo (¿quién, aficionado al boxeo o no, no sintió paralizarse su corazón cuando Julio César Chávez junior lo tuvo por el suelo a Sergio “Maravilla” Martínez en el último round?).
Cuando sonó la campanada final, no había dudas de quién había ganado la pelea. Bastó ver los brazos en alto de Monzón y el rostro lastimado y la mirada en el suelo de Rocky. Estaba todo dicho. No fueron grandes diferencias para el argentino, porque el referí Baldeyrou le dio 73-69, mientras que André Bernier votó 74-72 y Tony Talleracho 73-71, todos para Monzón.
La ovación para los dos fue merecida, amplia y agradecida por todo lo que habían dado.
Fue, aquella noche, en la que Tito Lectoure terminó sintiéndose más solo que nunca.