Carlos Monzón podría aspirar al podio de los mejores deportistas de la historia argentina. Fue además una garantía de éxito. Los millones de espectadores que se sentaban ansiosos ante el televisor cada vez que defendía el título –una cita nacional acatada como pocas– descontaban que, tarde o temprano, con más o menos suspenso mediante, el gran Monzón ganaría el combate. Quizá esa certeza fanatizó a aficionados y legos más que su estilo y su coraje. La avidez de triunfos suele primar en la demanda del público y Monzón tenía la clave para satisfacer tal exigencia.
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En paralelo, el campeón plantó bandera en la farándula internacional, se transformó así en una verdadera estrella, no solo en un ídolo. Y su vida tuvo el suplemento de brillo y escándalos que imponen los manuales. Delon y Susana, las películas, las noches de champán. Todo eso que, en definitiva, se percibía como la prolongación de sus victorias en el cuadrilátero. Facetas diversas de su talla desmesurada. El héroe del ring era a su vez un ganador en otras arenas. Sobre todo con las mujeres. Un macho sin rivales.
Desde esa cima se desplomó un día cuando mató a Alicia Muñiz. Y se convirtió en el símbolo del plebeyo aplastado por la fama y el dinero. Se cumplía, con más nitidez que nunca, la parábola desgraciada del boxeador que vuelve al barro del que surgió. En el caso de Monzón, no fue la miseria su puerto de regreso sino la prisión y luego la muerte prematura en la ruta. Una secuencia vertiginosa que encandiló a la prensa podrida y serenó muchas conciencias. Monzón pagaba por la violencia conyugal de antigua data y, como suele suceder, por haber usurpado privilegios (el derecho a la prepotencia, por ejemplo) que los de su clase no pueden permitirse. Erupción de la conciencia canalla –burguesa o chusma– que se manifiesta solo con el diario del lunes –y el campeón en la lona–, pues hasta entonces el dinero compra también respetabilidad.
Pero a este Monzón maldito llegamos al cabo de un largo itinerario, sobre el cual el presente libro de la colección Un Caño pone el acento: la construcción de ese boxeador excepcional, en un sentido amplio. No era de los que hacen rugir a la popular con peleas de sangre, sudor y lágrimas. Por el contrario, fue un estratega, un cultor de la demolición progresiva al que, a falta de locuacidad y simpatía, maquilló su carácter huraño como el silencio de los humildes.
Carlos Irusta, que lo conoció de potrillo, que asistió a sus rutinas sin público ni cámaras ni vedetes en el gimnasio del Luna Park y también fue testigo y cronista de su espléndido vuelo hacia la gloria, reconstruye la totalidad de la compleja, intensa biografía de Carlos Monzón. La figura completa, con las piezas perdidas en la versión reducida, concentrada en el estruendo trágico del final. En la estrella derrumbada, el crimen y el castigo.