EI hombre tenía un dolor vuelto dilema. En aquellos días de 1951, en Río de Janeiro la fortuna que le solía ser atribuida se había tomado una inoportuna licencia. Carlos José Castilho -otrora Leiteria (Lechería), como lo apodaban sus rivales por causa de un azar que, decían, siempre jugaba para él- visitó al médico Newton Paes Barreto tras sufrir por quinta vez una lesión en el dedo meñique de su mano izquierda. El detalle no era menor, tratándose de un arquero. La angustia, tampoco.
-Me duele, doctor. No puedo atajar así. Doy muchas ventajas.
-Tendremos que pasar por el quirófano. Dos meses de reposo y el problema se resuelve.
-Pero, doctor, no voy a operarme ahora. Con el Fluminense nos jugamos el campeonato en las próximas cinco jornadas. ¿No hay alguna forma más rápida de solucionarlo?
-Sólo una: la amputación parcial del dedo.
-Bien. Procedamos, entonces.
Y así, con la impropia naturalidad de un drama semejante, y asumiendo toda la responsabilidad, Castilho se despidió del dedo más frágil de su mano más débil. El intento de persuasión por parte de su médico devino en anécdota. Leiteria sufrió dolor durante 24 horas y, a las dos semanas, retornó al arco de un Flu posicionado en la carrera por el campeonato carioca. Poco después ganó el título, claro. Y lo celebró en un Maracaná, aún desangrado por el Mundial perdido un año antes frente a Uruguay, cuando Barbosa -su colega y a quien secundaba en la Selección- ya había iniciado la eterna condena por su error en el gol de Alcides Ghiggia, la postal más triste en la historia del fútbol más alegre.
Ya en 1952, Castilho reforzó su leyenda: el goleiro de nueve dedos detuvo seis penales y fue consagrado a la divinidad por la masa tricolor. Leiteria, para los de afuera, se transformó en Sao Castilho, para los de adentro. Mucho más cuando ese mismo año vengó el Maracanazo con la conquista de los Juegos Panamericanos de Santiago, donde Brasil derrotó en la final a los campeones mundiales charrúas. Carlos Castilho, máximo ídolo en la historia del Fluminense, no sólo tenía un dedo menos por causa de una inédita demostración de amor hacia su club: era daltónico y confundía el verde y el rojo de la camiseta. De 1,81 m de estatura, ágil y dueño de envidiables reflejos, le sacaba provecho a su deficiencia genética al percibir de color rojo una pelota amarilla en los días de sol, soportando con inquebrantable estoicismo sus problemas en los partidos nocturnos. Defendió el arco del populoso club carioca entre 1947 y 1964, lapso en el que cosechó seis títulos. Logró una espectacular marca de invulnerabilidad al mantener el cero en 255 de los 696 encuentros que disputó.
Con Brasil participó de cuatro Mundiales (’50, ’54, ’58 y ’62) y, tras el retiro, fue entrenador: dirigió al Operario, al Vitoria y al Santos, con el que obtuvo el Paulista de 1984. El 2 de febrero de 1987, a los 59 años y atormentado por problemas económicos y matrimoniales, Leiteria se quitó la vida arrojándose desde el séptimo piso del departamento de su ex mujer en el barrio de Bonsucesso. Ese atardecer, mientras Rio de Janeiro celebraba a Lemanjá -diosa del mar-, los torcedores colmaron el estadio de Laranjeiras y no hubo silencio: Sao Castilho, en un clamoroso grito, fue grabado en el viento durante un minuto. Homenaje al hombre que confundía los colores de su corazón, esos mismos colores que amó como nadie.
Publicada en UN CAÑO#30 – Octubre 2010