En 2014 se murió un señor de 85 años que en la década del ’30 era un niño. Un niño que había nacido en una familia serbia, en un pueblo -Zelovo- que hoy está en Croacia, cerca de la frontera con Bosnia, y que fue el mejor arquero de la historia de Yugoslavia.
Vladimir Beara, el “hombre de goma” como le decían por su plasticidad artística, había comenzado a estudiar danzas tradicionales desde muy chico. Luego, se dedicó al ballet en la compañía del Teatro Nacional de Split. Su entrenamiento como bailarín le dio elasticidad a su cuerpo y belleza a sus movimientos, pero los reflejos para ir al arco los desarrolló con una bola de beisbol. Su primer maestro, Luka Kaliterna, le tiraba pelotitas pequeñas para mejorar su reacción. “Después de eso era muy fácil agarrar la pelota de fútbol”, contaba.
A mediados de los años 40’, en plena 2da Guerra Mundial, Beara era un joven electricista, con pasado como bailarín, que le gustaba jugar al fútbol con sus amigos. Unos cazadores de talentos de Hajduk Split lo vieron dando unos saltos espectaculares, atajando en el aire, y le ofrecieron sumarse al club que hoy es uno de los más importantes de Croacia.
Beara jugó 308 partidos para Hajduk Split, entre 1946 y 1955, y ganó tres Ligas de Yugoslavia. Cuando ya era una figura de la selección, en 1955, fue transferido a Estrella Roja, el equipo más poderoso del país. El pase causó sensación y generó muchas especulaciones. Se hablaba de que el club de Belgrado había vendido el micro en el que transportaba al plantel para financiar la operación. Algunos rumores decían que el gobierno del Mariscal Tito había decidido el pase, otros afirmaban que se hizo porque la mujer de Beara era serbia.
Como fuera, Vladimir hizo la diferencia. Estrella Roja ganó la Liga ese año y su exclub, Hajduk Split, pasó de campeón a salvarse del descenso por un par de puntos. En cinco temporadas en Belgrado, Beara consiguió cuatro Ligas más y dos Copas. Y jugó un partido histórico. En febrero de 1958, ese Estrella Roja fue el último rival de los Busby Babes de Manchester United antes de la tragedia aérea de Munich. Beara fue titular, empataron 3-3 y el United, que había ganado en Manchester, clasificó a la semifinal de la Copa de Europa.
Para entonces, ya lo conocían como el “bailarín con los puños de acero”. Pero moverse con gracia en el arco no era su única rareza, ni la más llamativa. Cuando había un tiro libre en contra, Beara le decía a sus compañeros “déjenme sólo”. No quería a nadie en el medio. “Las barreras siempre me complicaban, cuando veía la pelota ya estaba adentro del arco”, decía. Al principio, recordó, lo miraban raro pero después se acostumbraron. “De alguna manera, siempre parecía más fácil cuando podía mirar al jugador a los ojos”, explicaba.
En la selección, siempre vestido de negro, Beara se ganó su fama como dios del arco. Hoy pocos lo recuerdan, pero entonces, sobre todo en Europa, jugar contra Yugoslavia tenía ese dejo de aventura de enfrentar a los malos comunistas, que eran buenos con la pelota, con el agregado de que iba a ser difícil hacerles un gol.
El mito de Beara comenzó en noviembre de 1950 cuando Yugoslavia empató 2-2 con Inglaterra en el viejo estadio de Arsenal, en Highbury. La rompió ese día y la prensa lo bautizó el “gran Vlad”. “Tenía un aire entretenido, estético, por eso sus saltos y sus atajadas con los pies curvados y el cuerpo en posición perfecta atraían tanto. Atajaba en puntas de pies, como un resorte, listo para saltar”, recuerda Bob Wilson, exarquero de los Gunners, que era un pibe cuando lo vio ese día.
Los directivos de Arsenal le ofrecieron a Beara 200 mil dólares para contratarlo pero las autoridades yugoslavas, que tenían estrictas regulaciones para evitar la fuga de los talentos jóvenes, se lo prohibieron. Imagínense cuanta plata eran esos 200 mil dólares que en el Mundial de Suiza 1954 a los jugadores les prometieron, como premio si pasaban el grupo, un ciclomotor Vespa, que entonces costaba 100 dólares. Clasificaron, pero al final no les dieron nada: “El presidente de la Federación nos dijo que no había scooters y que no era bueno que jugáramos como burgueses cuando había gente que tenía que trabajar para comprar comida”, contó.
El Mundial de 1954, uno de los tres que disputó además de Brasil 1950 y Suecia 1958, fue una de sus mejores actuaciones con la selección. Apenas por detrás de los Juegos Olímpicos de Helsinki 1952 donde Yugoslavia fue subcampeón de Hungría, pese a que Beara le atajó un penal a Puskás en la final. En Suiza, Vladimir fue la figura de su equipo en cada partido. Ante Brasil, en el empate 1-1 que los clasificó a 4tos de final, mantuvo el empate con varias atajadas memorables. Contra Alemania, pese a que comenzaron perdiendo con un gol en contra, el arquero sostuvo a Yugoslavia, que desperdició muchas chances claras para empatar. Beara jugó casi todo el partido lesionado, inmóvil, pero los alemanes recién pudieron asegurar la victoria con el 2-0 en el final.
“Siempre parecía más fácil cuando podía mirar al jugador a los ojos”, decía Beara que no ponía barrera en los tiros libres.
En 1960, ya con más de 30 años, Beara consiguió un permiso para irse a atajar a Alemania. Jugó tres años en Alemannia Aachen y se retiró en 1964 en el arco de Viktoria Köln. Las lesiones, se fracturó dos veces la misma pierna, arruinaron sus últimos años como futbolista. Pero no su amor por el fútbol. Colgó los guantes, hizo el curso de DT en la Universidad del Deporte en Colonia y, sin descanso, comenzó a trabajar como entrenador.
Dirigió equipos en Alemania, Holanda, Austria y Yugoslavia. En 1971, cuando volvió a Hajduk Split, como asistente de Slavko Luštica, el club ganó su primera Liga desde 1955, cuando Beara se fue a Estrella Roja. También manejó la selección de Camerún entre 1973 y 1975. Dicen que él descubrió a un tal Roger Milla y que su método de entrenamiento tuvo mucho que ver con la aparición de arqueros como Thomas N’Kono y Joseph-Antoine Bell.
Dejó de dirigir en los años ’80. El fútbol, moderno como era, ya no le gustaba. “Mi época fue la del fútbol romántico. Había gambetas, goles atractivos. Las tácticas no se lo habían comido”, afirmó alguna vez con nostalgia. “En el Mundial Inglaterra 1966 empezó una nueva era, cuando la pelota ya no era lo más importante”, aseguraba.
Entonces se dedicó a formar arqueros. Atajar era lo único que no había cambiado tanto. “Un arquero tiene que ser como en mis tiempos, tiene que tener coraje y confianza”, decía. Como había hecho su maestro con él, a los pibes los entrenaba tirándoles pelotas de béisbol.
En 1963, en el final de la carrera de Beara como futbolista, el soviético Lev Yashin recibió el Balón de Oro. Cuando agradeció el premio la araña negra les aclaró a los presentes: “Yo no soy el mejor arquero del mundo, el mejor es Vladimir Beara”. Fue uno de los pocos reconocimientos que tuvo en su carrera. Un lindo gesto para ese señor, bailarín y arquero, que se murió en 2014.