Una de las primeras cosas que hizo el técnico Helenio Herrera cuando llegó al Barcelona, en 1958, fue encarar a su veterano arquero, Antoni Ramallets. El hombre en cuestión llevaba más de diez años consagrado como titular en el arco del Barça y ya se había ganado -hacía rato, por una soberbia actuación en el Mundial del ‘50- su envidiable apodo: “El gato con alas del Maracaná”.
La cuestión es que el DT argentino se le plantó al arquero estrella y lo apuró: “Unos directivos que no tienen ni remota idea de fútbol me han dicho que tenemos que buscar un portero, que tú te estás haciendo mayor. ¿Qué les contesto?”.
La respuesta del jugador fue extraordinaria: “Que es verdad, que no tienen ni remota idea”.
Ramallets es un apellido de leyenda en Catalunya. Porque era altanero y engreído, con fama de donjuan: conservaba un espejo junto al palo derecho para verificar que no se había despeinado después de una atajada. Porque era veloz, saltarín, volador, ágil. Porque cumplía un ritual particular que enamoraba a su hinchada: entraba a la cancha con guantes y una gorra, se los quitaba y los tiraba dentro de su propio arco, contra la red. Saludaba a su hinchada y atajaba con las manos desnudas, apenas humedecidas para que no se le resbalara el balón.
Helenio sacó del bolsillo una lista en la que tenía cuatro apellidos de posilbes reemplazos para ocupar la valla blaugrana. La hizo pedazos. Y Ramallets, el histórico, el mito, acaso el arquero más importante de la historia del club, se quedó cuatro años más, hasta su infeliz retiro.
Ramallets es un apellido de leyenda en Catalunya. Porque era altanero y engreído, con fama de donjuan: conservaba un espejo junto al palo derecho para verificar que no se había despeinado después de una atajada. Porque era veloz, saltarín, volador, ágil. Porque cumplía un ritual particular que enamoraba a su hinchada: entraba a la cancha con guantes y una gorra, se los quitaba y los tiraba dentro de su propio arco, contra la red. Saludaba a su hinchada y atajaba con las manos desnudas, apenas humedecidas para que no se le resbalara el balón.
Estuvo 15 años en el club. Jugó 573 partidos. Sorprendió con su regularidad. Ganó seis Ligas e integró un equipo con mote histórico: “El Barça de las Cinco Copas”, por haber logrado esa cantidad de títulos en lo que sería la actual Copa del Rey durante una época que parecía dominada íntegramente por Real Madrid. También levantó dos Copas de Ferias. Terminó cinco veces como el guardametas menos vencido del torneo español. Se destacó en un equipo que compartía con Kubala, con César y con el Luis Suárez de antes.
¿Partidos notables? Cientos. Se destacó por su nivel sostenido y por su personalidad. Llevó a su seleccionado a la semifinal del Mundial de Brasil, la mejor actuación histórica antes de Sudáfrica 2010. Sus tres formidables actuaciones en la primera fase de aquel campeonato le valieron el mote que arrastró durante toda su vida.
¿Anécdotas? Miles.
Por ejemplo: cuando Helenio Herrera lo entrenaba en el Barça, solía avisar a sus dirigidos quién del equipo rival tiraba los penales y hacia dónde lo solía hacer. Lo hacía en cada partido y rara vez fallaba. Era una enciclopedia andante. En un duelo contra el Inter, en Milan, HH aconsejó a Ramallets: “Antonio, si hay un penalti, lo tirará ese sueco tán bueno que tienen (se refería a Liedholm), y lo hará a tu derecha”. La jugada llegó y el sueco tiró el penal. Ramallets no le hizo caso, se tiró al lado contrario… y atajó el disparo.
Por ejemplo: en un partido de la selección española jugado en Turquía, Ramallets completó una sensacional performance. Fue uno de los mejores partidos que se le recuerda en su trayectoria. Al final, después de una espectacular presión de los turcos y gracias al arquero, España arañó un empate 0-0. Cuando terminó el partido, los espectadores saltaron al campo y se acercaron al túnel de vestuarios. Un turco de dos metros, con una espesa barba y con dos kilos de roña encima se dirigió hacia el arquero y le gritó: “¡Zamora!, ¡Zámora!”. Luego lo abrazó y le dio un beso en la boca, casi como de película. Aún no se sabe si Ramallets se molestó por la confusión o por el exagerado beso del turco.
Por ejemplo: apareció en algunas películas como “Once pares de botas” (la pueden ver completa aquí), “La gran mentira” y “Los ases buscan la paz”, donde también aparece Alfredo Di Stéfano y hay escenas fílmicas que retratan su manera de atajar.
Una vez contó por qué era arquero. “Yo de pequeño estaba gordo y no me gustaba correr. Un día que tenía que jugar al fútbol en la calle con los amigos del barrio todo el mundo estuvo de acuerdo: ‘Éste, que no se mueve, que se ponga de portero. Además, es graso y así tapará más la portería’”.
Luego brilló.
El final de su carrera quedó marcado por la infausta derrota en Berna, en 1961. En aquella final de la Copa de Europa, el Barça se enfrentó al Benfica. Perdió el equipo azulgrana por 3-2. La desdicha cayó sobre Ramallets, que en una acción desgraciada transformó en gol en contra una pelota fácil que llegaba al área como centro. Un desvío en un compañero y el sol de aquella tarde le jugaron la mala pasada de su vida deportiva. Al año siguiente alternó la titularidad y terminó por retirarse.
A partir de los años setenta, ya desvinculado de manera definitiva del mundo del fútbol, trabajó como funcionario en un banco hasta su jubilación. A menudo aparecían por la entidad bancaria algunos seguidores azulgranas que, con la excusa de hacer pequeñas operaciones financieras o de pedir cierta información, se dedicaban a charlar con su ídolo.
Valgan estas letras para homenajearlo, ahora que el Barça cambia de nuevo de arquero. Porque se fue Bravo, llega un holandés y los tres palos quedan a cargo de un alemán con cara de niño, que será muy bueno con los pies, pero no se lo digan mucho.
Y no es propio. Ni es un héroe. Ni es un volador enamorado de su propio espectáculo.
Porque no es Ramallets.