Leigh Richmond Roose, alias Dick, era alto y robusto (medía 186 centímetros y pesaba 90 kilos). También era ágil, atlético y temerario. Tenía un carácter inestable, levemente desequilibrado. Era arriesgado, disfrutaba del peligro, de golpear y de golpearse, pero a la vez adoraba con romanticismo al fútbol y a las mujeres. Agarraba con firmeza la pelota, le daba fuertes puñetazos, la pateaba más lejos que el resto y hacía atajadas extravagantes. Todo eso hace más de un siglo. Y sin embargo, aún hoy, sus cualidades son los requisitos básicos para cualquiera que pretenda llamarse arquero, en cualquier rincón del planeta.
Bajo el signo de sagitario, Dick Roose nació a fines de noviembre de 1877 en Gales. Se metió en el fútbol, como todos los británicos, practicándolo en su escuela. A fines del siglo XIX, se trataba de un deporte sumamente violento. En un partido entre alumnos y profesores, su hermano Edward le rompió un riñón a H.G. Wells, el autor de la Guerra de los Mundos, que entonces era parte del equipo docente. Lejos de asustarse, Leigh tomó el hecho como inspiración. Estudió bacteriología durante un tiempo, se ganó el mote de Doctor, pero no el título. A las 18 años debutó como arquero de Aberystwyth Town.
Esa fue su profesión aunque, en el inicio de la era profesional del fútbol británico, Roose siempre se mantuvo amateur. Era, creía, la única forma de jugar el juego. Eso no le impidió cobrarle a sus clubes los gastos en que incurría para poder estar en la cancha. Una vez, cuando atajaba para Stoke, perdió un tren de Londres a Birmingham, jugaban ante Aston Villa, y decidió alquilar una formación, algo común para los millonarios de la época, para que lo lleve solo a él a tiempo para jugar el partido. Al llegar a destino le dieron una factura por 31 libras, una fortuna en la época, y el ordenó que se la envíen al club.
Su carrera se extendió por casi dos décadas. Atajó en la selección galesa y en una decena de equipos por todo el Reino Unido, pero nunca fuera de allí. En una época en que los arqueros eran gigantes irreflexivos, como William Foulke, Roose le agregó cerebro, y algo de maldad, a la musculosa tarea. Sir Frederick Wall, secretario de aquella Federación inglesa, lo recordó como “un hombre inteligente que tenía la excentricidad del genio. Su atrevimiento se veía en el arco, donde solía tomar riesgos y emerger triunfante”.
Probablemente estuviera pensando en su costumbre de salir del área para cubrir a los defensores, algo completamente inusual entonces y ahora, un siglo antes de Neuer. En su primer partido con Gales, aseguran, Roose corrió y cargó, hombro contra hombro, contra un puntero de Irlanda, sobre la línea de banda. El rival quedó inconsciente y no volvió al partido.
La prensa elogiaba la determinación de Roose y reconocía su locura. “Diestro aunque atrevido, valiente aunque volátil”, lo describía en su tiempo el diario Athletic Times. Los directivos eran el blanco favorito de su ira. En una ocasión lo suspendieron por pegarle a un dirigente de Sunderland, su propio equipo. Un historiador del pequeño club galés donde surgió, eligió destacarlo por “la vista aguda, los reflejos sorprendentes, el instinto competitivo y su imprudente valentía”. Era, agrega, “un adversario extraordinariamente desalentador”.
Parte de esa impresión la generaba con atajadas circenses que ridiculizaban a sus rivales. El mito dice que una vez detuvo un violento disparo, a cinco metros de distancia, atrapando la pelota entre sus rodillas. Algunos hinchas recordaban que, cuando la pelota estaba en el campo rival, Roose solía hacer alguna exhibición de gimnasia colgado del travesaño de su arco. El público lo adoraba y él sabía hacerse querer. Entraba a la cancha corriendo y saludaba a las tribunas cuando lo aplaudían, los otros arqueros solían caminar cabizbajos. Levantaba los brazos a los espectadores antes de que le patearan un penal y también después de atajarlo, otra de sus especialidades.
Su imagen también era ligeramente novedosa. Llevaba guantes blancos, aunque solo los usaba si llovía, vestía una gorra demasiado elegante, y se vendaba las rodillas. En cada partido usaba, debajo de su buzo, la camiseta verde y negra de Aberystwyth. Para unos era cábala, para otros lealtad. Aseguran que nunca la lavó. Eso, todos coinciden, debió ser ilegal.
“Los arqueros son diferentes”, escribió el propio Roose en 1906. El ideal, afirmó, era: “un hombre alto que pueda agacharse par ir a los tiros bajos. Es preferible a un hombre bajo porque puede alcanzar disparos a los que ningún bajito podría acercarse, y si su grandeza en altura esta combinada con el peso eso le dará una gran ventaja. (…) Pero también debe tener rapidez de ojos y manos, actividad y agilidad, y ser tan ligero con sus pies como un maestro de danza”. Él tenía todas esas cualidades. Había, sin embargo, algo gremial en su descripción del puesto: “Solo un arquero conoce el verdadero deleite de atajar”.
Por sus atajadas y sus extravagancias, Roose era bien conocido en el Reino Unido de principios del siglo XX. El diario Daily Mail lo incluyó como el arquero de una hipotética Selección Mundial para enfrentar a un equipo de otro planeta, temática instalada por los libros de H. G. Wells. Otro diario de Londres lo ubicó entre las diez caras más reconocidas de la ciudad. Roose vendió su rostro para publicitar paquetes de cigarrillos y otros bienes de consumo. En las noches, se decía, disfrutaba de relacionarse con varias mujeres, en particular estrellas de Music hall. En 1905 la prensa lo consideraba uno de los solteros londinense más apetecibles.
“Hay un proverbio que dice: ‘Antes de ir a la Guerra di una plegaria; antes de ir al mar di dos plegarias y antes de casarte di tres plegarias. Uno podría agregar: Antes de hacerte arquero di cuatro plegarias”, dijo Roose alguna vez. Cuando dejó el arco, evitó los matrimonios y los barcos. En 1914, cuando comenzó la Primera Guerra Mundial, se unió voluntariamente al Ejercito Británico. Logró ser reclutado, pese a su edad, por el Cuerpo Médico del Ejército Real y sirvió en Francia y en Galípoli, en el norte de Turquía.
Regresó a Londres en 1916 y volvió a enlistarse. Esta vez, como soldado raso en el regimiento Real de Fusileros consiguió que lo envíen al frente de batalla. Sus habilidades como arquero lo destacaron arrojando granadas. Murió el 7 de octubre de ese año en algún lugar de la extensa línea de trincheras en la Batalla del Somme, apenas un mes antes del final del combate. Su cuerpo nunca fue recuperado. El memorial en honor a los soldados desaparecidos incluye su nombre. Pero allí nada dice que Roose inventó el puesto de arquero.