— ¿Vas a jugar al fútbol? ¡Lindo porvenir vas a tener!
— Acordate; yo voy a valer millones.
Este diálogo se produjo hace ya varios años en Carlos Tejedor, provincia de Buenos Aires, entre Mercedes Cai re de Gatti y uno de sus siete hijos. Aquella señora quizá hubiese deseado para el benjamín de la familia —cumplió 20 años el 19 del actual— un destino diferente. Pero Hugo Orlando Gatti emprendió la gran aventura: tomó un tren y se lanzó a la conquista de Buenos Aires.
“¿Qué hacía en mi pueblo? Era vago. Apenas comencé a caminar le pegaba a los cascotes.” Dejó de estudiar en sexto grado y a los 16 años comenzó a jugar en la sexta de Atlanta. Un año después pasó a la primera y el 20 de diciembre de 1963 lo compró River Plate. Estaba infectado de fútbol. Estaba lleno de fe. No había pensado nunca que hasta podía ser un hijo dilecto de la ambición. Sus sueños, al fin, eran limpios. Lo único que quería era llegar. Desde entonces se convirtió en el arquero más censurado del mundo.
“Me gritan de todo: payaso, loco, Palito Ortega, Beatle, desastre. Pero los gritos me animan.” Desgarbado, sonriente, abúlico, ojos pardos, flequillo audaz, manos de herrero, en la cancha, con sus pantalones caídos y sus piernas chuecas, compone una desenfadada imagen cantinflesca. Algún inquieto buscador de novedades dijo de él: “Es un presuntuoso. Sus pantalones cortos son de medida.” “Yo me pongo los pantalones que me dan. Parecen largos porque me los calzo bajos.” “River Plate no me suspendió. Don Antonio Liber ti me dio una licencia de quince días. Si no me la hubiese dado, yo se la habría pedido. No se metió con mi pantalón ni con mi flequillo. No me dijeron nunca que debía cortarme el pelo ni los pantalones.”
Hugo Orlando Gatti no es, precisamente, un arquero para un fanático con insuficiencia cardíaca. Se va de la línea de gol, incursiona en el área grande, intenta gambetear, “sale osadamente”. “Sí, ya sé; me llaman el arquero-centre-forward. Pero yo tengo que hacer lo que sé hacer. A la larga, la calidad se impone. Todo tiene su ciclo. La era de los arqueros atajadores ya pasó.”
“Considero que un jugador no debe imitar a nadie. El que imita no llega a nada.” Gana 100.000 pesos mensuales, tiene un Fiat 1500 y “algunas chauchas en el banco”. Es muy económico. Toma dos vasos de whisky por semana; come con Coca Cola y fuma ocho cigarrillos rubios por día. “En el fútbol se gana mucho, Es un trabajo duro, pero yo me cuido porque sé que eso dura sólo unos años. Juntar plata y cuando me retire iré a trabajar al campo.” La limitada serenidad de Carlos Tejedor lo recobrará algún día, un día en que este adolescente pleno de vida haya dejado de ser noticia y sea sólo un montón de recortes dentro de un sobre olvidado.
“Gatti y Errea —póngalo, por favor— son los dos arqueros mejores del mundo. Cuando fui con Atlanta a Israel, ¿sabe qué pic-nic me hice? Les hacía pasar la pelota por encima de la cabeza, los gambeteaba y siempre se las quitaba. Los diarios de allí me hicieron un fenómeno. Uno dijo a título grande que yo era un profesor del fútbol y otro que Yashin (famoso arquero ruso) no tenía nada que hacer al lado mío.”
Hugo Orlando Gatti —va dos veces por mes a la peluquería y cuando sale de ella parecería que le hubiesen puesto pelo en lugar de sacárselo— da la impresión de ser un atrevido ídolo de sí mismo. No le interesa nada más que el fútbol. “Lo llevo adentro. Nadie me lo podrá quitar. Todos piensan en Amadeo Carrizo porque él es buen mozo y yo soy menos atrayente.” No le preocupa nada, ni siquiera la política porque “no puedo ver discutir a la gente. Me parece que la política es peor que el fútbol”. Hugo Orlando Gatti; discutido o no, merece llegar. Su fe es tan pura como todo lo que piensa y todo lo que dice. Es, concretamente, un estallido de optimismo. Y, además, un chico que nació demasiado temprano a la fama.
Artículo aparecido en la revista Primera Plana#94, el 25 de agosto de 1964.