Me gusta pensar que lo pidió Maradona, imaginarme que el mismísimo Diego interrumpe una charla a solas en medio de la noche mexicana para largar una confesión: “Carlos, necesito que me cumpla un sueño”. Y Bilardo accede, por supuesto, porque a Maradona nadie le dice que no. Entonces percibo al doctor en aquella concentración monótona, lo intuyo fastidiado, con una mueca de desgano, resignado. Hasta que casi sin querer, obligado, apenas separa los labios para decir: “Le prometo que en este mundial va a jugar con Bochini”.
Como todos los deseos que tuvo Maradona, el de jugar con el Bocha también se cumplió. Fue en la semifinal del ’86, contra Bélgica, cuando faltaban cinco minutos para que terminara y Argentina ganaba dos a cero. La imagen en veinte pulgadas es una postal: parado de este lado de la línea, con un absurdo número tres en la espalda, Bochini espera a que Burruchaga le entregue su lugar. Van cuarenta del segundo tiempo, y la historia se empieza a escribir. Entonces el Bocha pisa el césped, trota, intenta meterse en un partido que ya está definido. El momento es sublime. Está tan concentrado en esta nueva experiencia que ni siquiera escucha cuando Maradona le da la bienvenida: “Pase Maestro, lo estábamos esperando”.
En cinco minutos y cuarenta segundos Bochini tocó cuatro pelotas. De esas cuatro pelotas, tres las recibió de Maradona. No hubo una sola instancia en que Diego no lo buscara. Hasta que el árbitro mexicano Antonio Márquez Ramírez dijo basta, el Bocha fue, para el 10, una obsesión. Una maniobra de Héctor Enrique privó al mundo de alguna jugada más: le pegaron un pelotazo en la cara, fingió una lesión y paró el partido un minuto cincuenta. Una irresponsabilidad que el mundo del fútbol alguna vez le debería reprochar.
A partir del ’86 hay un solo Argentina-Bélgica posible. Y no me vengan con los cuartos de final del Mundial de Brasil, ni con el que se jugó en España un día antes de la rendición de Malvinas. Todo muy lindo y emotivo, todo muy intenso y con más rating, pero el único Argentina-Bélgica posible es aquel de México. Porque más que una semifinal fue un acto de justicia.
Me gusta imaginar al Bocha mirando la versión 2014 de Argentina-Bélgica. Allá en Brasil, en el estadio, o acá, frente al plasma, da lo mismo. La cuestión es que lo pienso con esa cuota de nostalgia que traen los grandes recuerdos, la vista perdida, murmurando. Las imágenes se enciman: estadio Azteca, camisetas celestes y blancas, camisetas rojas, tribunas repletas, dos a cero, cuarenta del segundo, prepárese, entra usted, Argentina en la final. El Diego todavía no levantó la copa, pero uno de sus sueños en México ya se cumplió.
*Publicado originalmente en el Diario Perfil.