Vengo a ver a Ricardo Calabria no sólo para hacer una nota. También vengo —y ahora mismo toco el timbre en su imprenta— para tratar un asunto futbolístico de mi infancia que aún me revolotea. Yo tenía nueve años y ya sufría —y también disfrutaba, claro—demasiado por la pelota. El domingo 26 de junio de 1988, Racing jugaba contra San Lorenzo por la final de la liguilla pre-Libertadores, o sea, una llave que te metía en la Copa. Ese día, con mi viejo, que me llevaba a cada partido de La Academia, nos sentamos en lo más alto de la Platea Sur de la cancha de Vélez, donde San Lorenzo era local. Desde ahí arriba, esa tarde de sol que nadie me borra de la mente, Calabria echó —por orden de salida— a Jorge Acuña, Miguel Ángel Ludueña, y Walter Fernández. También, hay que decirlo, a José Luis Chilavert. Aún con esa desventaja de hombres, Racing ganó 1-0 con gol de Gustavo Costas. El resultado que no le servía para nada: San Lorenzo se había llevado el primer partido, en Avellaneda, por 2-0.
Íbamos a ver los partidos de la Copa Libertadores desde casa. Mi papá —y todos los hinchas de Ra-cing— putearon mucho esa vuelta. Osvaldo, mi viejo, tiene puteadas larguísimas. Esa vez fueron todas para Calabria. A la salida, cuando caminábamos tristes e indignados por las calles de Villa Luro, le escuché algo que nunca olvidé. “Este tipo tiene que ser de San Lorenzo”, me dijo mi viejo, sin saber que había dado en la tecla. A la noche, entre las cargadas de mi vieja, cuerva desde siempre, aumentamos nuestra bronca con la televisión. En la semana, la revista Racing se encargó de echar leña al fuego con títulos como “Señor Calabria, así no”, impreso en letra catástrofe. Un tiempo más tarde, cuando se retiró, supimos que Calabria efectivamente era —y es porque esas cosas no se cambian—hincha de San Lorenzo. Socio de San Lorenzo. Fanático de San Lorenzo.
Para mí, que sufrí mucho aquel domingo, Calabria era un villano más de mi niñez.
Bueno, aquí estamos, veintitrés años después, en el barrio de Nueva Pompeya, según los datos catastrales de la Ciudad de Buenos Aires, en la oficina de Calabria, un escritorio tapado de papeles, diarios del día, y fotos; un desorden que, dice él, no sólo es por una característica personal, sino también la consecuencia de tener mucho trabajo en su modernísima planta impresora. Ahí lo vemos subido a una moto. “Siempre tuve pisteras”, dice. Mientras aclara que son peligrosas y que no las recomienda para los jóvenes —de hecho, él no se las permite a sus hijos—, Calabria cuenta que en unos días arrancará una aventura hacia el norte del país en dos ruedas.
En fin, los hinchas exageramos casi todo. Sobre todo en el dolor. Ahora, con la sangre fría, he revisado sus fallos —gracias, You Tube— y ya no me parecieron escandalosos. Incluso, a la distancia, debo reconocer que aquellas fueron expulsiones justas y razonables, aunque mi padre no me lo crea. Y es curioso, pero ahora pienso que un árbitro y un periodista que escribe sobre deportes, justamente, tienen el mandato de no revelar sus pasiones. Así que, de paso, podríamos terminar con dos mitos. “Todo el mundo sabía que era hincha de San Lorenzo —me dice Calabria, mientras se saca los anteojos—. Cuando me tocaba dirigir un partido de San Lorenzo, decía ‘qué suerte, el domingo lo veré desde adentro’. Pero nadie ha podido decir absolutamente nada. Es más, yo nunca tuve un escándalo”.
—Bueno, no iba a empezar por ahí, pero quería recordarle las expulsiones de Racing contra San Lorenzo.
—Tuve que echar a tres jugadores. En realidad, se echaron ellos. El Pato Fillol, con el que hice el curso de técnico, me dio la razón. Racing tenía todo para ganarlo. No me acuerdo de la secuencia, pero el Negro Ludueña le metió un planchazo a Madelón. Blas Giunta le hizo foul a Acuña, doy la ley de ventaja y Acuña le pega una trompada a Giunta. Y Walter Fernández se hizo el guapo con Chilavert, al que también eché porque le había pegado a Darío Decoud. Lo eché a Chilavert y viene Walter Fernández a darle un empujón. Lo tuve que limpiar. Sacando ese partido, ¿recordás otro?
—No, pero los hinchas de Racing no olvidan ese día.
—Yo no tuve ningún problema con los hinchas de Racing, mi problema era con Juan De Stéfano, que quería llevarse por delante a todo el mundo. Y el día que me quiso llevar por delante a mí, fiel a un estilo de vida, lo paré y hasta le tiré una patada en el culo.
—Era un tipo pesado.
—Claro, por eso. Contra Ferro, una vez, me tiraron un piedrazo y estuve dormido cinco minutos. Me desperté y seguí el partido. Chacho Fort era el médico de Racing, y me preguntó “¿cómo te Ilamás?”. Yo estaba perfectamente consciente, pero le respondí “Napoleón” (risas). Seguí el partido, me paré en el mismo lugar donde me habían tirado la piedra, y estaba lejos de querer hacerme el héroe, eh. Yo tenía dos chicos con los cuales quería jugar con la conciencia tranquila, y para eso tenía que hacer las cosas bien. A San Lorenzo le tocó ganar, perder, ganarle la liguilla a Boca y perder con River. Y perdiendo con Racing, le ganó la liguilla.
—En la cancha de Newell’s… Empieza perdiendo 1-0 Racing, me hincha las pelotas y lo echo. Yo tenía mucha amistad con Carlos Babington. Basile me dijo “no te cago a trompadas por Carlitos”. Cuando terminó el partido, que ganó Racing 2-1, le dije a Horacio Cordero “decile al boludo que tenés de técnico que yo paro todos los días en Independencia y Avenida La Plata, que me venga a buscar cuando quiera”. Horacio me dijo “vos sos más loco que él”. Yo tenía un compromiso grande con la ética. Si corría riesgo físico, no medía esas cosas. Yo salía a la cancha para darle a cada uno lo que le pertenecía y, además, a cumplir mi compromiso con el fútbol. Mi relación con los jugadores era de mutuo respeto, pero no de un respeto impuesto por el temor. Ellos sabían que yo era coherente. Y entre los elogios más grandes que recibí en el fútbol hubo uno de Claudio Borghi, muy especial: “Calabria me dirigió de la misma forma con la camiseta de Argentinos que con la camiseta de River”. Me retiré en 1991. Fernando Niembro dijo una vez “Calabria es un jugador más dentro de la cancha”. Y era verdad. Yo no era árbitro de fútbol, yo era un jugador al que le tocaba ser referí. Yo jugué en Victoriano Arenas y en el potrero toda la vida. Pero no pude seguir profesionalmente porque tuve que trabajar desde los doce años.
—¿Dónde se ubicaba usted en la polémica entre el “siga siga” y el reglamentarismo?
—Yo levanté la bandera del “siga siga” que después estropeó Francisco Lamolina. Porque Lamolina confundió el “siga siga” con no cobrar nada. ¿Cuál fue la contrafigura de Lamolina? Javier CastriIli, que cobraba hasta lo que no existía. Castrilli ha cobrado innumerables fallos inexistentes. Lo dejó a Rumania afuera del Mundial ’98 con un penal que no existió. Castrilli fue un desequilibrado. Tenía un condicionamiento psíquico que lo llevaba a sancionar. Era feliz sancionando. El primer lío lo hizo con San Lorenzo- Talleres, un día de semana, cancha de Ferro. Cobró penal para Talleres, puso la pelota para el penal y se dio cuenta de que estaba el juez de línea con la bandera levantada. Entonces, cambió el penal por posición adelantada. ¿Querés que los jugadores no protesten? Al otro día vino al entrenamiento y le dije “pibe, la culpa no es tuya… ¿A vos no te enseñaron que todos los quilombos en el fútbol se arman con la pelota parada? Cuando la pelota está en movimiento, no pasa nada. Uno te protesta, se zafa, te insulta, lo expulsás, perfecto… Pero después le tenés que decir al de San Lo-renzo “ijugá!”. No, vos te quedaste adelante de la pelota viendo a ver qué jugador de Talleres se quería ir. Vino otro y lo echaste”. Y así echó cuatro jugadores. Y así hizo el famoso quilombo con River en el partido con Newell’s del ’92.
—¿Y Lamolina?
—Lamolina fue tan permisivo que la gente entre él, que no cobraba, y CastriIli, que cobraba hasta lo que no existía, se quedaba con Castrilli. Un día hubo un diálogo entre Abel Vigliano y Víctor Hugo Morales. Vigliano le dijo “Víctor Hugo, ¿cómo puede ser que usted, que decía que Calabria fue el mejor árbitro de todos, ahora diga lo mismo de Castrilli?”. “Bueno, lo que pasa que lo que hacía Calabria en su momento era lo que servía, ahora sirve lo de Castrilli”. No fue mala la respuesta de Víctor Hugo. Yo muchas veces me pregunto si realmente mi manejo poco ortodoxo, pero aferrado al reglamento, serviría hoy. Porque hoy los pibes están muy distintos. Yo muchas veces frenaba una expulsión por un “¡carajo!”. Y en una de esas le decís a un pibe algo así, te manda él al carajo y lo tenés que echar. Pero yo igual pienso que la gente en toda época respeta la coherencia. Por eso, yo no tenía expulsiones. El árbitro tiene que tener libertad. Para tener libertad, tenés que saber que tu carrera se puede acabar no en un partido, sino en una jugada. Mientras vos estás dirigiendo, el partido es tuyo. Y si vos tenés compromiso con la ética y la justicia, entonces lo más probable es que te vaya bien. Tenés que ser muy malo para que te vaya mal.
—¿Cómo fue con los árbitros como técnico?
—Tuve dos etapas distintas. En San Lorenzo, hubo hasta algún maleducado, como Gabriel Guillaume, que una vez les dijo a los chicos que integraban la división de mi hijo Bruno, la ’79 “yo me cago en los apellidos”. En El Porvenir tuve muchos inconvenientes con los arbitrajes. Muchos de los árbitros que me dirigían habían sido jueces de línea míos. Y para demostrar que no me favorecían (los mediocres, no todos) me hacían desastres. En la final que jugamos con Armenio, Gabriel Brazenas nos puso la cancha así (muestra una mano inclinada). Tal es así que Juan (Biscay, su ayudante) se fue de boca y lo echó. Pero nosotros, cada vez que agarrábamos la pelota, hacíamos un gol. Eso fue el prolegómeno de lo que hizo con Vélez-Huracán. Después, todo se revirtió en Almirante Brown. No puedo decir que me beneficiaban y tampoco que me perjudicaban.
—¿Y por qué ocurría eso?
—No sé si será por el entorno de la hinchada de Brown. A lo mejor, también había mejorado mi conducta. Porque al principio era muy protestón. Pero sí sé que por preconcepto en muchos partidos me hice muchísima mala sangre. Y el árbitro no puede salir con preconcepto a la cancha, lo que no quiere decir que no sepa quiénes juegan, qué hacen, qué no hacen.
—¿Se sorprendía viéndose cómo técnico haciendo cosas que tal vez no le gustaban como árbitro?
—Yo creo que el hombre es un ser integral e indivisible. Sos igual como amigo, como papá, como hermano, como amigo, como novio… Y yo, tal cual como fui como árbitro, fui como entrenador. En más de una oportunidad tuve que intercambiar alguna trompada, y no le esquivé el bulto a ninguna.
Calabria, hincha de San Lorenzo, me dice que disfrutó con el Huracán de Ángel Cappa. Incluso, cuenta que fue a verlo algunos partidos, lo que habla de su amplitud para gozar del fútbol, pero también de lo maravilloso de ese equipo. “Yo soy un agradecido de lo que disfruté como árbitro”, dice Calabria. En la planta, con el olor a tinta y el ritmo enloquecido de las máquinas, Calabria reflexiona: “el tiempo va pasando y algunas cosas se olvidan y otras se deforman. Yo puedo esgrimir con cierto orgullo que tuve un compromiso muy grande con la ética y conmigo mismo como ser humano”.
Nos vamos. Mi infancia hizo las paces con Calabria.
*Entrevista publicada originalmente en UN CAÑO#37 – Junio 2011