Un periodista inglés (John Carlin) dijo, tras entrevistar a Messi dos veces, que si le ofrecieran una tercera diría “no gracias”. A mi no me pasó eso, quizá porque sólo llevo un encuentro cara a cara “on the record”.
De Messi dicen que es parco, chato; incluso he oído, y en esta industria en la que el dixit de las estrellas vale oro, que el joven Messi ya tiene fama de ser hombre de pocas palabras.
¿Pero qué queremos que nos digan las estrellas? ¿Qué queremos que nos diga Lionel, con ese look de personaje de Mafalda por el que corre sangre de toro? Una imagen indeleble del partido final de la Champions League, un instante eterno en el que se le vienen encima tres monstruos del Manchester United a los que Messi convierte en torpes: se enredan los tres cuerpos, se caen sobre el pequeño argentino las moles inglesas, y Messi, el hombre bola, insecto, reptil o larva, se engendra desde las entrañas de Ferdinand, Rooney y Carrik. Sale entero, de gusano a mariposa, en moción perpetua; el dibujito animado tiene un rugido desgarrador que puede con dos, con tres… Como diría Diego, el inglés, el alto, el rubio… Puede mano a mano, sus brazos extendidos, los gigantes no pueden con él, sus pies en el encuentro perenne con el balón. Es todo uno, una sola curva, un solo movimiento.
¿Qué palabras puede haber para eso? Explicámelo, Lionel. Contame cómo lo hacés. Vuelve el Mafaldito: encoge los hombros, sonríe; una sonrisa que un día será de hombre: “yo juego como juego, no sé, como me gusta, como me sale. La verdad, no lo pienso mucho”. Nuestra charla fue antes de ese partido, mi pregunta no se refirió a esa jugada, pero como esa, el niño-máquina lleva unas cuantas encima. Comenzó a jugar muy chiquitito en el club Gandolfi —”mi abuela me hizo jugar porque faltaba uno de los más grandes, y ella les dijo que me pongan. Al principio no querían, pero ella les dijo y…”—, donde la familia entera participaba: “mi papá era entrenador de una categoría, y mi tío también. Pasábamos todo el día ahí los domingos, desde las ocho de la mañana hasta las ocho de la noche, en cada categoría había algún pariente”. Los días de semana también eran a todo fútbol: “todos los días, volvía de la escuela, comía y salía a jugar. O iba a entrenar, y volvía y seguía jugando”
¿Y dónde? “En la calle, o por ahí… La calle no estaba pavimentada, era de tierra, pero de esa tierra seca, dura. Ahí nomás. Y después, adentro de casa también estaba siempre con la pelota encima”. Soñaba con jugar en la primera de Newell’s. Iba a la cancha con su papá, sus hermanos, su tío. Pero con el tiempo dejó de mirar fútbol. El fútbol, para él, sale de adentro. “Sinceramente no miro nunca futbol”. ¿Algún ídolo? “Sinceramente, no.” Ante la insistencia, concede que cuando tenía trece o catorce le gustaba mucho Pablo Aimar. Pero dice que más que ídolos ha conocido a personas que lo ayudaron y a quienes admira y respeta: Ronaldinho y Deco, por ejemplo.
Su acento delata apenas las raíces rosarinas; de catalán no tiene nada. Se sienta cómodo, casi recostado en unos sillones del hall de prensa del Camp Nou. Se ha demorado muy poco en llegar, pero de todos modos se disculpa. No parece nervioso, más bien algo divertido. Sonríe mucho, y se apoya en muletas narrativas de poco contenido: el “no sé” surge una y otra vez. Más tarde, al irnos, lo veré inclinado sobre el capó de un auto en el estacionamiento del estadio. Conversa con un hombre común, un mero mortal, quizás un utilero o un cuidador del estadio. Continúa sonriendo, y mastica algo, quizás una manzana. El astro mundial casi que pasa inadvertido, tal es su falta de ostentación.
Algunas preguntas, al formularlas, noto que lo pierden. “Entendés lo que te pregunto?”, le digo, como una celadora. Hablamos del afán por ganar, de lo calentón que puede ser en el campo de juego. Más erguido, le vuelve la sangre de toro: “en todo me gusta ganar. En todo. Mis hermanos a veces me tenían que dejar ganar porque si no sabían la que se venía”. Quiero saber si tiene métodos para controlar esa calentura, ahora que es profesional, como hace para contenerse: “¿contenerme?”, repite, y no logro descifrar si su genuino asombro es porque no entiende la palabra o porque la sola idea de intentar contenerse le resulta absurda.
Suelo pedirle a los hombres de futbol que lean un poema —su reacción me es tan valiosa como la lectura—. Messi se ríe: “¿Leer? No, no me pidas que lea…”. En cambio, miramos juntos un libro de historietas que cuenta su vida, y su infancia, en venta en las tiendas del Camp Nou. “Ésta es mi casa” señala, y aclara que así es ahora, no como cuando él vivía su cotidiano ahí, sino ahora que la han remodelado. Otro dibujito, una guitarra y un póster de Lionel Richie: “éste es mi papá. Me puso Lionel porque le gusta mucho Lionel Richie”.
Desde muy chiquito la máxima pasión de Lionel son las pelotas de futbol. Se dice que las colecciona, y confiesa que hasta el día de hoy son su regalo predilecto: “para todo, Navidad, cumpleaños, todo.” A veces, ni las quería usar para no arruinarlas. Se siente argentinísimo, toma mate “dulce”, y defiende las “costumbres” argentinas que nunca sacudirá a pesar del exilio. El traslado a Barcelona le costó: “porque cuando llegué acá no había nada de todo lo que había allá [sic]”, pero aunque sabe que no tuvo una adolescencia “normal, sobre todo cuando mis amigos empezaban a salir los sábados y yo nunca podía porque tenía partidos”, tiene la certeza de estar haciendo lo que quiere. Más que realizando un sueño, cumpliendo un mandato. No hay palabras, Lionel es pura acción.
*Entrevista realizada para A Beautiful Game, football though the eyes of the world’s gratest players, by Tom Watt Abrams, a beneficio de proyectos deportivos de Unicef.