En Baviera nació un tal Franz Beckenbauer, bien capaz de sacar la pelota limpia con un brazo en cabestrillo sin perder un ápice de su imperial y elegante compostura. A orillas del Pacífico el chileno Elías Figueroa inventaba el derecho de admisión aplicado al fútbol: “El área es mi casa, y ahí sólo entra quien yo quiera”. Desde Río de Janeiro el “Divino” Domingos Da Guía se cansó de burlar a los delanteros rivales con una pícara sonrisa hasta ser campeón en tres países SF02000000019WG-230--U1801544114469GJH-140x214diferentes. En Amsterdam Rinus Michels le encargaba a Ruud Krol que le diera una vuelta de tuerca al fútbol total hasta convertirlo en absoluto. Mientras, en Buenos Aires, Cesar Luis Menotti otorgaba galones a un defensor de poco más de metro setenta para tapiar su defensa en zona: Se llama Daniel Passarella y además de custodiar el balcón de su área y exhibir su poderoso juego aéreo, acabó convirtiéndose en el defensa que más goles convirtió en la historia del fútbol de élite hasta que Johan Cruyff le dio licencia de armas a Ronald Koeman para utilizar su cañón.

Vivían en el fondo de la cueva. Y desde allí, cada uno a su manera, dictaban cátedra en pasados distintos, fundidos en el hilo del tiempo por su singularidad y su descomunal categoría. Por esos designios de la evolución táctica se acostumbraron a resistir en la última trinchera con la cabeza bien alta y el carácter que imprime destacar como centinelas del escuadrón.

El líbero: un producto (casi) de otro tiempo que a menudo abrigó aberraciones varias que se disfrazaban de ciencia vanguardista y sólo trataban de ocultar el pánico a la derrota y la mediocre aversión a propuestas futbolísticas más ambiciosas.

El líbero: también una figura táctica emparentada con la personalidad, el liderazgo y el conocimiento del juego que alumbró sujetos tan dispares como legendarios en paisajes bien distintos.

¿Y en Italia? En el paraíso de la pizarra brilló con pleno derecho desde los años 70 el llorado Gaetano Scirea. Un eficaz y solvente operario concentrado en cada detalle del juego para primero defender y luego jugar. Y después Franco Baresi, que supo reinventar el puesto de líbero con una mano alzada al grito de “¡Milan¡” para liderar a su equipo con un par de pasos hacia delante rebosando inteligencia y sentido de la ubicación mientras el resto de Europa se quedaba en fuera de juego.

No en vano “Líbero” es etimológicamente un término (del latín liber -ĕra -ĕrum) emparentado con la autonomía y el libre albedrío. Y entre sus múltiples acepciones en su idioma original, la futbolística fue adoptada e instaurada para siempre en el vocabulario popular por obra y gracia de Gianni Brera. Mucho más que un prócer del periodismo italiano.

De nuevo hay que acudir a Franco Baresi, el último gran líbero que parió el calcio. Fue testigo directo de un episodio que ilustra un combate dialéctico entre dos tiempos, dos mundos y dos formas de ver el fútbol y la vida. Baresi capitaneaba al Milan de Arrigo Sacchi, el zapatero de Fusignano que había puesto patas arriba el fútbol italiano con su capacidad de convicción y su metodología. Un magnífico plantel de jugadores, un club (con Berlusconi a la cabeza) que defendió a muerte el entonces subversivo ideario de su técnico y la zona presionante que acababa de masacrar al Real Madrid de Toshack y la Quinta del Buitre, estaban a punto de hacer historia.

Víspera de la final de la Copa de Europa de 1989, el Milan preparaba en Barcelona su entramado táctico para medirse al Steaua de Bucarest en el Camp Nou. Sacchi entró al vestuario con gesto indignado y reclamó la atención de los jugadores agitando una página de La Gazzetta dello Sport firmada por Gianni Brera: “El más famoso periodista italiano dice que los rumanos son maestros del pase, y que hace falta esperar y cazarlos al contragolpe. ¿De verdad queremos jugar así? ¿Qué debemos hacer?”, bramó Sacchi. “Les atacamos desde el primer segundo y los masacramos”, contestó Ruud Gullit. Aquel lujoso escuadrón no tenía dudas. Al día siguiente gracias a dos goles de Van Basten, otros dos de Gullit y una extraordinaria actuación coral, el Milan levantaba su tercera Copa de Europa.

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La revolución de Sacchi implicaba el marcaje zonal, sacar a la defensa de la cueva y apretar al rival con una presión selectiva, coordinada y feroz que atendía a ciertos códigos tácticos. Es decir, un sacrilegio para la vieja escuela italiana. Una blasfemia para Gianni Brera, que en sus escritos se refería al técnico como “el férvido profeta”, se declaraba “aterrorizado” por su propensión a la zona y cuando Sacchi se hizo cargo de la selección en 1991 dijo que “habían dejado la squadra azzurra en manos de un pasionario”. Brera falleció en un accidente de tráfico un año después. Y su gigantesco legado periodístico es una parte indispensable para comprender la historia del fútbol italiano. Medio siglo antes el cronista lombardo se había convertido en el brazo intelectual de otra revolución: la del catenaccio.

En los años 40 el fútbol italiano rendía culto al “Grande Torino”, aquel victorioso equipo capitaneado por Valentino Mazzola que ganó cinco Scudetti consecutivos antes de convertirse en leyenda eterna por la tragedia aérea de Superga el 4 de mayo de 1949. El dibujo táctico del Torino seguía las directrices de la “WM” ideada por el inglés Herbert Chapman con el Arsenal en décadas anteriores.

Pero ya se experimentaban alternativas: algunos técnicos como Giuseppe Viani en la Salernitana o Barbieri en el Genoa se habían fijado en la modificación táctica que el austriaco Karl Rappan había utilizado con la selección suiza en el Mundial de 1938. Restaba al delantero centro de la WM para colocarlo detrás de los zagueros. ¿Un recurso de equipos modestos? Brera fue el primero en denominar “Líbero” al nuevo emblema táctico que cerraba la defensa y barría todo lo que era capaz de superar la línea de marcadores. Nacía el catenaccio. Y Brera lo defendió con entusiasmo y una teoría “bio-histórica”.

¿Un recurso de equipos modestos? Brera fue el primero en denominar “Líbero” al nuevo emblema táctico que cerraba la defensa y barría todo lo que era capaz de superar la línea de marcadores

 

Según el periodista las características deportivas de un pueblo vienen determinadas por su trasfondo histórico, cultural y económico. Los atletas mediterráneos no tienen físico para chocar con los gigantes germanos o nórdicos. Una cuestión de biotipo que aconseja recurrir a la argucia táctica y apoyarse en algunos tópicos nacionales, ya que los italianos son astutos, listos y con vocación de supervivientes.

Sostiene Brera que la WM es para los italianos “un lujo prohibido, incluso masoquista”. Y se iba cargando de razones en el caldo de cultivo de la hambrienta Italia que trataba de sobreponerse a los traumas del fascismo y la segunda guerra mundial. Los equipos italianos, felices de medirse al majestuoso Torino con un líbero cerrando su área con siete llaves, irían convirtiendo paulatinamente el calcio en un juego cada vez más áspero y con una marcada tendencia a intentar anular al rival por encima de todo. La nueva ideología es hija de la necesidad. Y Gianni Brera se identificaba plenamente con la cultura del esfuerzo.

GianniBreraNacido en 1919 en San Zenone al Po, un diminuto pueblo lombardo, jugó al fútbol en Milan mientras obtenía la diplomatura en Ciencias Políticas. Antes de cumplir veinte años ya escribía en varias publicaciones de Pavia y en el “Guerin Sportivo”. Durante la guerra fue reclutado por el cuerpo de paracaidistas, cumpliendo labores de prensa, pero tras la desbandada general de las tropas de Mussolini, Brera acabó uniéndose a los partisanos que hostigaban a las tropas nazis en el valle de Ossola en la recta final del conflicto. No disparó un solo tiro, pero se le atribuye el exitoso diseño de varias acciones de guerrilla. El Partido Comunista, tras la guerra, le ofrece dirigir un nuevo periódico en Novara, pero Brera siente más la llamada del periodismo deportivo: Se enrola en la renacida La Gazzetta dello Sport (que había sido suspendida por el régimen fascista) y ahí arranca su ilustrísima carrera.

A los 30 años ya era codirector del prestigioso periódico deportivo. Viaja a los JJOO de Londres en el 48 y en los del 52 en Helsinki glosa por igual las hazañas de la Hungría de Puskas o del fondista Emil Zátopek con un innovador lenguaje en crónicas magistrales. Pero Brera y su fuerte personalidad pronto acaban entrando en conflicto con los editores. Su salida del periódico en 1954 es un bello misterio. Unas fuentes dicen que en la planta noble de la Gazzetta no gustó un artículo de Brera en el que cargaba contra la reina Isabel II de Inglaterra. Otras afirman que sus alabanzas al atleta soviético Vladimir Kuts en plena guerra fría fueron el detonante de su dimisión forzada.

“Para la propiedad, Kuts era una amenaza comunista. Un hijo de Stalin. Para Brera, un campeón”, se pudo leer en la mismísima Gazzetta en 2012 casi a modo de desagravio. Comenzó a firmar en otras grandes publicaciones: Il Giorno, Guerin Sportivo… Las glorias de los equipos grandes, los épicos triunfos de los clubes más modestos, el atletismo, las hazañas de Fausto Coppi… nada le era ajeno. Sus conservadoras teorías futbolísticas no le restan ni un ápice de ascendencia en círculos de izquierda, como ilustran las palabras del filósofo marxista Antonio Negri en las páginas de Liberation en 2006: “Gianni Brera decía que el catenaccio estaba asociado al carácter de los italianos, un carácter duro, de campesino, del terruño. Era la lucha de clases: uno es débil y tiene que defenderse. El catenaccio nació en el Véneto, una tierra que la gente, en los años 50, se veía obligada a abandonar para emigrar porque no tenían qué comer. El catenaccio se corresponde con la naturaleza de esas regiones del norte, de emigrantes fuertes, duros, fieros porque tenían hambre”.

El técnico Nereo Rocco había incorporado la figura del líbero en la modesta Triestina, que termina segunda, por detrás del Torino, en la temporada 47-48. Ya en los años 50 repite éxitos con el Padova, utilizando a Ivano Blason, prototipo de líbero aguerrido y fuerte. El salto cualitativo para la doctrina que defendía Brera llega cuando “el patrón” Rocco acude a los JJOO de Roma en 1960 como ayudante de Paolo Todeschini, al que un año después releva en el banquillo del Milan. Los rossoneri ganan el scudetto al primer intento.

Luego llegarán otro título doméstico y dos Copas de Europa. Hace años que el catenaccio y su líbero ya no son un recurso propio de equipos pequeños. Se hace fuerte en los clubes más potentes y también en la selección. Helenio Herrera desembarca en el Inter en 1960 y coloca a Armando Picchi en el fondo de la cueva, llenando de trofeos las vitrinas del club y el césped de marcajes hombre a hombre, mientras Corso, Suarez y Mazzola montaban sus letales contragolpes. Brera afirma de Rocco, con el que comparte amistad y pasión por el vino y la gastronomía, que el robusto técnico entrena con “asombroso genio pragmático”. El cronista pone su extraordinaria capacidad creativa y sus enormes recursos lingüísticos al servicio de la causa. Le aporta léxico e ideología a la edad de oro del fútbol italiano.

Creó el término “Líbero”, pero también los de “Centrocampista”, “Contragolpe”, “Goleador” y muchos más

Fue Brera un artesano de la palabra. Inventó innumerables y originales neologismos que se incorporaron con tremenda rapidez al lenguaje periodístico y a la lengua popular, transfiriéndose incluso a otros idiomas.

Creó el término “Líbero”, pero también los de “Centrocampista”, “Contragolpe”, “Goleador” y muchos más. En “Il Giorno” fue también el primero en puntuar de uno a diez a los jugadores de cada partido acompañando con esa subjetiva calificación a sus siempre brillantes crónicas, capaces de contener por igual tecnicismos y guiños a dialectos regionales.

Los apodos que colocaba a los jugadores alcanzaron una popularidad inmensa. El gran Gigi Riva, campeón con el Cagliari y dueño de una zurda que percutía disparos a 140 km/h , recibió el de “Rombo di tuono”, el estruendo del trueno. A su admirado Osvaldo Bagnoli, el técnico del milagroso Hellas Verona que ganó el Scudetto en 1985, Brera le llamaba “Schopenhauer”, ya que racionalizaba el fútbol como la voluntad de vivir. Al brasileño José Altafini, que ganó el mundial 58 con su país y cuatro campeonatos italianos con Milan y Juventus, le colgó el sobrenombre de “Conileone”: mitad conejo, mitad león, por su querencia por evitar los choques y su voracidad goleadora.

La ascendencia de Brera sobre la evolución del calcio alcanzaba la categoría de doctrina. En el banquillo del Milan Nereo Rocco suda tanto como Cesare Maldini y Trapattoni en el césped. Sólo hay un jugador con licencia para no correr hacia atrás. El esplendoroso Gianni Rivera. Un verso suelto que ganaba partidos con pies de artista desde el medio campo filtrando su elegante ingenio creativo entre tanta fragosidad. Brera le dedica el despectivo apodo de “Abatino”, algo así como el “joven abad”. Era blanco predilecto de la influyente cerbatana del cronista: “Bello de ver, pero sin nervio ni coraje. Un grandísimo estilista muy inteligente pero que no sabe correr. Para mí es un medio gran jugador”. El periodista tiró a Rivera a los pies de los caballos casi responsabilizándole de la traumática eliminación de Italia ante Corea del Norte en el mundial de 1966: “No tanto por las prestaciones del milanista sino por su influencia en el tipo de juego adoptado por los azzurri”.

El cisma entre “defensivistas” y “ofensivistas” estaba servido desde hace años. En el mundial de México 70, Brera escribe: “Con la efigie de Garibaldi no basta para ganar una batalla”. El seleccionador Valcareggi asigna diez puestos fijos en un once titular muy obediente con las obligaciones defensivas y con poco margen para la aventura. El otro se lo disputan dos estilistas: Sandro Mazzola y Gianni Rivera, con preferencia para el interista. La llamada “staffetta” (relevo o rotación) entre ambos se convierte en cuestión de estado. Sólo coinciden en el campo en los últimos minutos de la final ante Brasil cuando Pelé y compañía ya habían llenado de magia el estadio Azteca destrozando el catenaccio azzurro. ¿Qué dijo Brera del Brasil del 70? “Los brasileños no sólo han sido ampliamente superiores. Han conseguido este resultado también por una continuidad de su propio vivero y por tener una concepción del fútbol para nosotros casi prohibitiva. Quitémonos el sombrero ante los campeones y no nos reprochemos nada”.

En 1963 el semiólogo y filósofo Umberto Eco llega a afirmar que Brera es “Gadda explicado al pueblo”. Palabras mayores, ya que Carlo Emilio Gadda fue uno de los mayores exponentes de la novela vanguardista europea en el siglo XX. A Brera no le hizo gracia esa alabanza, porque la consideraba apenas derivada de su uso de los neologismos.

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Brera trabajó en los más prestigiosos medios italianos y bajo la propiedad de los más diversos y célebres editores: Desde Indro Montanelli en Il Giornale a Eugenio Scalfari en La Repubblica. En este último diario coincidió con Gianni Mura, su dignísimo sucesor, si es que eso es posible, en la cumbre del periodismo deportivo italiano de primer nivel. Mura, un talento sensible poco amigo del catenaccio, recuerda que La Repubblica nace en 1976 “sin páginas deportivas, pero después fichó al mejor. Como Maradona, Brera te devolvía siempre el precio de la entrada. Escribía como si le estuviera contando el partido a un amigo. Inimitable y extremadamente veloz para escribir. Tenía esa capacidad para sacar platos propios de un restaurante con estrellas al ritmo de una pizzería”.

Le gustaba escribir en su casa, de tarde y con la televisión encendida. Pero Brera paseó su eterna Olivetti verde por los estadios de medio mundo, siempre acompañado de su ajada bolsa de piel de hipopótamo en la que nunca faltaban cuadernos, cigarros toscanos y una petaca de whisky. Así viajó al mundial de España 82. Dicen que en el palco de prensa del Bernabeu juró en dialecto lombardo porque aquel domingo 11 de julio la Italia de Bearzot acababa de derrotar en la final a Alemania con un estilo que Brera reconocía como suyo, pero el viejo periodista masticaba la ansiedad de saber que su medio para expresar tantas emociones, La Repubblica, no se publicaba los lunes. La crónica de esa Italia victoriosa de Bearzot, con Scirea como líbero y Dino Zoff alzando la Copa al cielo de Madrid junto a Sandro Pertini, se hizo esperar. Pero fue otra obra maestra que revelaba en cada pasaje el vínculo del autor con su singular manera de entender el juego:

“Tu victoria es limpia, clara, y ni siquiera ha llegado por casualidad, sino más bien por una aplicación lógica del módulo que te es propio y que en todo el mundo llaman a la italiana. Ahora tú, vieja y desgastada Italia, has disfrutado plenamente la virtud de tu naturaleza y por lo tanto de tu cultura específica. Al diablo con los maliciosos, los envidiosos, los incompetentes, los estúpidos y los tontos a los que no les gusta la victoria italiana. El tercer título mundial de Italia no se discute, como no se discuten los verdaderos milagros”.

Bello epílogo viniendo de un ateo. A Brera le dio tiempo incluso de meterse en política. Fue dos veces candidato al parlamento, por el Partido Socialista y por el Partido Radical. No fue elegido, pero al viejo partisano esa actividad le otorgó al menos la posibilidad de firmar la paz con Gianni Rivera. Fue en 1987. “Il Abatino” también estaba en campaña electoral, por la Democracia Cristiana. Brera y Rivera coincidieron en un cordial debate en el que liquidaron un par de botellas de buen vino ajustando cuentas del pasado. Cuando el periodista falleció cinco años después sus allegados confesaron que en realidad admiraba inmensamente al jugador: “Yo finjo maltratar a aquellos por los que siento pasión”, dijo alguna vez.

Bajo su armadura de pragmatismo habitaba un alma muy sensible a la belleza. Algo parecido a lo que dicen que ocurría con Nereo Rocco o Helenio Herrera. Comparados con algunos entrenadores actuales tan devotos de sí mismos como alérgicos a la pasión creativa, o con los periodistas que hoy arrinconan el juego para discutir sobre sus aledaños, aquellos rudos técnicos del calcio hoy serían considerados casi unos románticos. Como Gianni Brera.