El fútbol iba a contramano del mundo en 1930. Mientras la FIFA vislumbraba un negocio promisorio, al margen de los Juegos Olímpicos, la llamada Gran Depresión comenzaba a sembrar desempleados y fábricas quebradas en diversas latitudes.
Las autoridades del fútbol, alentadas por el éxito de convocatoria de la pelota en París y Amsterdam (en ambas citas, la medalla de oro quedó en manos de Uruguay), decidieron hacer rancho aparte y montar el primer Mundial.
Fue en la casa de los campeones olímpicos, que también se quedaron con la copa. La empresa, de todos modos, no despertó gran entusiasmo entre las naciones futboleras. De las 13 selecciones que participaron por invitación, solo hubo cuatro europeas (Bélgica, Francia, Yugoslavia y Rumania), que vencieron la reticencia general a cruzar el Atlántico en barco gracias a la perseverancia de Jules Rimet, un dirigente realmente visionario.
Pero si el mundo no acompañó jubiloso este certamen fundacional no fue solo porque el fútbol estaba a años luz de convertirse en pasión transnacional y meca de los negocios. Un año antes, los países centrales y sus economías dependientes comenzaron a hundirse en una crisis que tuvo una de sus causas fundamentales, cuándo no, en la especulación bursátil.
El 24 de octubre de 1929 pasó a la galería del terror como el Jueves Negro (negro siempre es sinónimo de nefasto, sobre todo si se trata de los Estados Unidos, donde existe un problema serio con esa tonalidad). Aquel día, el mercado de valores voló en pedazos, luego de un largo período de negocios rápidos y fáciles. Prosperidad ilusoria que hoy conocemos como burbuja, un término que estuvo en la tapa de los diarios en los últimos años (las hecatombes son cíclicas, se empeña en enseñarnos la historia).
Los expertos, que todavía discuten sobre el particular, señalan la sobreproducción (demasiadas mercancías para un consumo restringido a los sectores acomodados) y el caos monetario como otras razones de la debacle de 1929. En términos menos técnicos, el crac de la Bolsa significó una grieta inesperada en una fortaleza como Estados Unidos. Y la devaluación de la fe hasta entonces monolítica de los ciudadanos en el gigante en expansión.
El crujido de la quiebra se propagó a bancos, empresas comerciales e industriales y finalmente a Europa. La Gran Depresión reconoció pocas fronteras en el mapa capitalista. En 1932, la producción industrial del mundo no llegaba a los dos tercios de la de 1929 y el desempleo alcanzó cifras escalofriantes. En Estados Unidos, pasó del 3 por ciento en 1929 al 25 por ciento en 1933. Alemania no se quedó atrás: creció desde el 4,3 al 30,1 por ciento entre 1929 y 1932. Esto, sin contar que los trabajadores formales se movieron forzosamente a regímenes part-time, con una importante merma salarial.
Chaplin pinta con acierto el panorama de hambre y destrucción de empleo en Tiempos modernos, a contramano del ecosistema del espectáculo, que en esa época fomentaba filmes que facilitaran la distracción.
No se hablaba de globalización en los años 30, pero el mundo perfilaba su interdependencia. De hecho, los economistas atribuyen los alcances trágicos de la Gran Depresión a la política de puertas cerradas que preventivamente iniciaron los distintos países, siguiendo el ejemplo norteamericano. El proteccionismo resultó una herramienta fallida que debilitó aún más el comercio. Buscando salvarse de a uno, se hundieron todos. Una secuencia que también tiende a repetirse.
En América del Norte, la luz al final del túnel la encendió el New Deal impulsado por Franklin Roosevelt, quien asumió la presidencia en 1933 y propuso una categórica intervención del Estado para recuperar una economía fundida y una población desesperada y escéptica. Hubo mejor recepción para estas medidas de parte de los obreros que de la burguesía.
En Alemania, la crisis internacional fue el prólogo del ascenso nazi. Pero ese es otro capítulo. Más complejo y escabroso.