El año 1974 estuvo signado por dos revoluciones. Una la condujo Johan Cruyff, héroe polivalente que llevó a la selección de Holanda a transformar de manera radical el juego en base a la movilidad incesante de sus talentosos futbolistas. La gran demostración de este nuevo sistema llamado Fútbol Total ocurrió en el Mundial de Alemania, donde los holandeses, siguiendo la receta táctica del DT Rinus Michels, promovieron una oleada de seguidores e imitadores en todo el mundo.
La estruendosa irrupción de Holanda se completó con sus costumbres liberales, inéditas en una cita de alta competencia. Los futbolistas viajaron a Alemania con sus esposas y novias, y con ellas se concentraron.
La Naranja Mecánica, como se conoció a aquella máquina bella y demoledora, llegó a la final con 14 goles a favor y 1 en contra. El último paso parecía un requerimiento formal. Sin embargo, y a pesar de haber alcanzado la ventaja apenas comenzado el partido, Holanda perdió la copa ante el equipo local, dejando más claro que nunca que la perfección es una aspiración inútil en las tareas humanas.
La otra revolución, seguramente más necesaria, se produjo en Portugal y no giró en torno a la pelota, sino a un grupo de oficiales jóvenes que se rebelaron contra un régimen dictatorial que había abusado del poder durante cuatro décadas.
Debido al enorme respaldo popular, el movimiento militar resultó incruento. Más aún: los soldados, además de armas, portaban claveles. Hay quienes dicen que fue el regalo de una florista; otra versión asegura que quedaron en la puerta de una iglesia a causa de un casamiento anulado por la agitación social. Lo cierto es que los claveles no solo le dieron un toque de fábula al alzamiento, también le facilitaron el nombre con el que entró en la historia: la Revolución de los Claveles.
Al régimen depuesto se lo conoció como Estado Novo, y su ideólogo y abanderado fue el economista católico Antonio de Oliveira Salazar, un hombre de origen campesino y humilde, antiguo seminarista, soltero y reaccionario, que desde el cargo de primer ministro, que ostentó entre 1932 y 1968, condenó a Portugal al aislamiento, el atraso y la opresión.
Salazar institucionalizó la dictadura militar que regía caóticamente desde 1926. Y en 1933, se promulgó una nueva constitución que consagró un régimen antidemocrático y católico. El único control sobre el primer ministro lo ejercía el presidente, apenas un apéndice de Salazar. Además se prohibieron los partidos políticos, salvo el del gobierno (la Unión Nacional), y se introdujo un sistema de representación corporativo.
La dictadura obstruyó el desarrollo industrial y mantuvo la preponderancia económica de los sectores agrarios, desconociendo la dirección del mundo. Los salarios eran irrisorios, pero cualquier manifestación de descontento era aplastada. Una temible policía política armó una red de espionaje y persecución que impidió la organización popular.
La novela Sostiene Pereira, de Antonio Tabucchi, ambientada en Portugal de los años 30, es un retrato preciso del clima de intimidación impuesto por el gobierno. En este caso, quien padece la censura y el acoso de las fuerzas de seguridad es un periodista entrado en años (un monumental Marcello Mastroianni en la versión cinematográfica).
Siempre a contramano de la historia, Salazar intentó recuperar la vocación imperialista portuguesa y puso en foco las colonias africanas. Precisamente cuando empezaba a reorganizarse el anticolonialismo en aquel continente. La guerra colonial fue una gran fuente de descontento para los oficiales jóvenes, no solo porque se encontraban en la primera línea de combate, sino porque la aventura anacrónica se robaba la mitad del presupuesto nacional, en medio de una economía exhausta.
Son estos oficiales los que encarnan el hartazgo de todo el pueblo y acaban con la dictadura, que en 1974 ya no comandaba Oliveira Salazar (en 1968 sufrió una embolia cerebral y se apartó del gobierno) sino su sucesor, Marcelo Caetano.
Pero las crisis suelen deteriorar la memoria. En 2007, una votación organizada por la televisión estatal lusa en la que participaron 160 mil personas, destacó al dictador Salazar como el portugués más importante de la historia. La pesadilla se convirtió en añoranza.