En 1970, Brasil, de la mano de Mario Zagallo, formó una selección que anudaba excelencia técnica y perfección de funcionamiento. Así ganó el primer Mundial con sede en México y entró en la elite de equipos que se disputan el primer lugar en la historia del fútbol.
Congestión de números diez, en torno a Pelé orbitaban Tostao, Gerson, Jairzinho y Rivelino, elenco demoledor por toque y definición que hizo de la competencia casi un paseo. En la final, Brasil barrió de la cancha a Italia con un 4-1.
Ese año, otra nación sudamericana reclamaba la atención internacional, aunque no por razones deportivas, sino por una novedad de índole política. En noviembre, Salvador Allende asumió la presidencia de Chile. Allende había ganado las elecciones dos meses antes encabezando una alianza de izquierda, la Unidad Popular.
De este modo, llegaba al gobierno un marxista, pero no a través de la insurrección sino de elecciones democráticas. Una experiencia llamativa, seguida con perplejidad y desconfianza en la región, donde predominaban las dictaduras. Más preocupado estaba aún Estados Unidos, que libraba una pulseada fría con la Unión Soviética de la que dependía el reparto del mapa mundial.
Era la cuarta vez que Salvador Allende, un médico socialista nacido en 1908, se presentaba como candidato a presidente. Se impuso con el 36 por ciento de los votos, un margen no muy holgado que lo obligó a algunas concesiones ante la Democracia Cristiana para ser ungido por el Congreso, según los requerimientos constitucionales.
Ese comienzo fue un anticipo. Pese al apoyo popular (en las elecciones legislativas de 1973 obtuvo el 43 por ciento de los sufragios), el gobierno de la UP vivió en jaque debido a las presiones de los Estados Unidos, que encontró en la derecha chilena un aliado muy bien dispuesto a fomentar la inestabilidad.
Allende intentó poner en práctica “la vía chilena al socialismo”, tal como él llamaba a su programa, una lectura del marxismo en clave humanista y democrática. Pero a esta mirada le faltaba, según quejas posteriores de algunos intelectuales de izquierda, un sustento político sólido, una hoja de ruta para alcanzar sus objetivos.
El “socialismo en libertad”, como también se le decía, no era para Allende una creación romántica ni improvisada, sino un legado de la tradición marxista. Citando a Engels, el líder chileno fundamentaba así su ideario: “Puede concebirse la evolución pacífica de la vieja sociedad hacia la nueva, en los países donde la representación popular concentra en ella todo el poder”.
En el breve lapso que lo dejaron gobernar, Allende se abocó a construir un país más igualitario, con una presencia fuerte del Estado. Hubo reforma agraria, mejoras para el salario de los obreros y políticas activas y eficaces en educación, salud y vivienda. La medida más profunda, de todos modos, fue la nacionalización del cobre, que el presidente consideraba el paso más significativo hacia la independencia económica. A su vez, el gobierno estableció una fluida relación con Cuba, verdadera alarma para Estados Unidos y sus lacayos sudamericanos, que veían en la experiencia socialista de la isla una peste cuya expansión debían evitar.
El gobierno de Richard Nixon metió la cola entonces. Para lo cual, además de echar mano a la CIA, contó con la colaboración irrestricta del dictador brasileño Emilio Garrastazu Médici, según documentos desclasificados de la propia central de inteligencia. El gobierno de Allende fue perdiendo consistencia con rapidez y no encontró apoyo en el resto de las fuerzas políticas. El fomento del caos por parte de quienes buscaban el golpe sumió a Chile en un magma de huelgas patronales, inflación y desabastecimiento.
Luego de algunos manotazos de ahogado para conseguir la adhesión de las Fuerzas Armadas, el ciclo de la Unidad Popular acabó el 11 de setiembre de 1973, con la irrupción del sanguinario general Augusto Pinochet y sus tanques. Durante el bombardeo a La Moneda, donde se apostó armado para dar batalla por su proyecto revolucionario, el gran Salvador Allende decidió morir antes que rendirse. Acorralado por los criminales de uniforme, se pegó un tiro. Lo que siguió fue un largo reinado del saqueo, la tortura y la muerte.