Cuando Marcelo Gallardo se convirtió en director técnico de River en junio de 2014, la mayoría de los hinchas lo miró de reojo. A pesar de haber brillado como futbolista y de haber ganado todo, su conflictiva salida aún era muy reciente y los zapatos de Ramón Díaz demasiado grandes para un entrenador casi inexperto. Sin embargo, el Muñeco armó un equipazo como los de otras épocas y recuperó la confianza de todos muy rápido. Hoy, más de tres años y medio después, Marcelo Gallardo ya es el personaje más importante de las últimas décadas para su club.
A mediados de 2014, el descenso todavía estaba fresco. Hoy, a pesar de que sólo pasaron cinco años desde el retorno a primera, parece un recuerdo lejano. Esto no tiene que ver con el tiempo transcurrido, sino con el trabajo de Gallardo, que transformó a un River todavía temeroso y con problemas en una máquina de competir sin igual en Sudamérica. Gallardo fue el hombre que terminó de revivir a River. Y lo hizo no sólo con títulos, sino también con la recuperación de la identidad.
En menos de cuatro años, el Muñeco pasó de ser un DT en el que confiaban solo Enzo Francescoli y pocos más a un ídolo incuestionable, con todas las virtudes de un líder capaz de llegar adonde se lo proponga. Es inteligente, vivo, motivador, intuitivo y tiene una capacidad de liderazgo pocas veces vista. A lo largo de su campaña en el club de Nuñez demostró su jerarquía en todas las circunstancias y el mundo entero ya lo reconoce como un DT de primer nivel.
Es difícil encontrar la principal virtud de Gallardo, porque su personalidad ha sido camaleónica. Cuando llegó, armó un equipo lujoso, luego formó la mejor defensa de la historia de River, más tarde se ocupó de potenciar jugadores de las inferiores. Jugó con cuatro en el fondo, con tres, con doble cinco, con enganche, con nueve y sin nueve. Su última innovación táctica fue la del partido ante Wilstermann, cuando jugó casi sin defensores, con dos “stoppers” que terminaban jugadas como wines.
Su primer título en River fue la Copa Sudamericana. El club había ganado su último trofeo internacional en 1997 y desde aquella Supercopa en la que jugó el Muñeco las frustraciones se acumularon hasta transformar cada participación en un sufrimiento. El equipo de Gallardo ganó la Copa de forma invicta, sin dejar dudas y sin sufrir. Hasta se dio el lujo de eliminar a Boca, algo que ni el supercampeón de los noventa y 2000 había podido hacer. El cambio estructural ya había comenzado.
En la Libertadores 2015, dejó a un lado los lujos y su fútbol guardioleano y se convirtió en un conjunto rocoso, con una personalidad de acero. Gallardo dejó de poner el acento en la presión alta y la posesión y lo puso en la solidez colectiva. Más allá de eso, tuvo momentos de juego exuberante, como contra Cruzeiro en Minas Gerais. Aquel partido sintetizó con toda claridad lo que podía ser un equipo de Gallardo: impenetrable y al mismo tiempo contundente y lujoso.
Potenciar juveniles es otro de los objetivos que siempre se plantean los DTs argentinos. Eso también lo hizo Gallardo. Bajó su dirección, se consolidaron nombres como Germán Pezzella, Ramiro Funes Mori, Matías Kranevitter, Sebastián Driussi, Emmanuel Mammana y Guido Rodríguez. En el equipo actual se destacan Gonzalo Montiel, Lucas Martínez Quarta, Tomás Andrade y Exequiel Palacios. De hecho, Montiel es el protagonista de una de sus decisiones más inesperadas y más acertadas. Nadie lo tenía en carpeta para ser titular ante Wilstermann, pero terminó como una de las grandes figuras del histórico 8-0.
También ganó Superclásicos, Recopas y una Copa Argentina. Pero lo más valioso, más allá de los seis títulos, es su aporte a la resurrección definitiva del club. Porque además de trofeos, un club con ambiciones necesita de un líder sereno, justo y respetado. Gallardo es la cara y el cuerpo de un River admirable.