Alguna vez dijo que el Mundial ganado por Brasil en 1970 no era un buen ejemplo porque significaba el triunfo de la indisciplina y la falta de organización. En cambio, potencias como Inglaterra o Alemania habrían dejado una herencia más provechosa.
Quizá la frase no sea más que otra leyenda en torno a Osvaldo Zubeldía, pionero del pizarrón, la táctica y la planificación. Pero representa cabalmente sus ideas: el entrenamiento de rigor extremo, según él, era más importante que el fútbol mismo.
Para el DT, a fuerzas parejas entre los equipos, se imponía el que estaba “mejor organizado”, no el que se iluminaba gracias a algún talento solitario. El trabajo, para Zubeldía, prevalecería siempre sobre el azar y la voluntad, sobre la prepotencia de los inspirados y cualquier fuerza humana o divina. Hombre de fútbol, don Osvaldo era, a su modo pretendidamente científico, un fanático.
Nació en 1927 en Junín y tuvo una carrera como jugador no muy destacada. Pasó por Vélez, Boca, Atlanta y Banfield y sus laderos de entonces lo han descripto como un mediocampista algo lento y astuto. Poco antes de colgar los botines, tan ansioso estaba por saltar al otro lado del mostrador, que comenzó a dirigir a Atlanta cuando todavía jugaba en Banfield, fragrante incompatibilidad que Zubeldía absorbió con su ancha espalda de adelantado.
Con el buzo de técnico sí estaba en su salsa. Adicto a la reflexión sobre táctica y estrategia (cuando no circulaba demasiado material sobre el tema, escribió un libro a cuatro manos con Argentino Geronazzo), creía sin embargo que su revolución se haría en el campo de entrenamiento, con la ropa de fajina. Para Zubeldía, el problema del fútbol allá por los años sesenta no era conceptual sino de actitud. Los planteles, pensaba, se entrenaban poco y no preparaban los partidos. Nadie se tomaba el fútbol con la seriedad debida. Él lo hizo y así se lo inculcó a sus dirigidos.
En 1965 llegó a Estudiantes de La Plata, que resultó la tierra más fértil para sus propósitos. Allí, entre un lote de jóvenes brillantes del club conocido como “la Tercera que Mata” (Poletti, Aguirre Suárez, Malbernat, Manera, Pachamé, Echecopar, el Bocha Flores y Juan Ramón Verón), más algunos forasteros como Bilardo, Conigliaro y Togneri, y lo que había quedado del equipo anterior (Madero), Zubeldía aplicó su programa intensivo de transformación cultural.
Impuso las prácticas en doble turno con alta exigencia en el aspecto físico, las largas concentraciones y la observación del adversario de turno. Voraz por incorporar detalles, inauguró el recurso de provocar el offside de los delanteros rivales (lo había tomado de los checoslovacos, según él mismo confesó), luego la ejecución del córner con “la pierna cambiada” (desde la derecha un zurdo, desde la izquierda un diestro) y lo que hoy es moneda corriente: las jugadas de pelota parada. Si en el fútbol contemporáneo son tan letales como las artes de un hacker, imaginen su efecto a mediados de los sesenta.
Al menú táctico se le debe adosar cierta picaresca. Porque don Zubeldía, además de inquietudes profesionales, tenía calle. Y entendía el fútbol como un territorio de vivos. Entonces, demorar el juego, enojar al rival con provocaciones sistemáticas y poner la patita un poco más arriba de lo prudente para amedrentar a los que osaban gambetear fueron también argumentos habituales. Lo que Passarella llamaba piadosamente jugar al filo del reglamento, es decir hacer trampa con habilidad.
El Estudiantes de Zubeldía tocó la gloria. Ganó el Metropolitano de 1967, rompiendo la hegemonía de los equipos grandes, únicos campeones en el profesionalismo hasta entonces, y luego se quedó con tres Libertadores consecutivas, en 1968,1969 y 1970. La frutilla del postre en aquella edad de oro fue la Intercontinental ante el Manchester United de Bobby Charlton y George Best, hazaña consumada en el sagrado templo de Old Trafford el 16 de octubre del 68.
Además de ser un equipo aguerrido, organizado y solidario como Zubeldía quería, Estudiantes cerró filas ciegamente detrás de su líder. Se convirtió en un grupo blindado, casi una orga, de estrictos códigos que apuntaban, diría el Che, a la victoria siempre. Y a como diera lugar.
No había alternativa digerible que no fuera ganar. “Para mí, el rival es un tipo que le quiere sacar el pan de la boca a mis hijos”, decía Carlos Monzón. Y así los fajaba. La premisa le cabe a la perfección a la ética de Estudiantes. El rival era una pandilla que quería sacarles guita y además destruir una hermandad. La conducta salvaje frente al Milan, en cancha de Boca, en 1969, es una buena demostración de esta intolerancia infantil a la derrota.
Bilardo contó que alguna vez Zubeldía citó a unos pocos jugadores en la estación Constitución, a las siete y media de la mañana, para que observaran in situ al pueblo trabajador. Luego de que pasaron varios trenes, el DT expuso la moraleja: Si los futbolistas de Estudiantes no se mataban entrenando y desperdiciaban el privilegio eventual del que gozaban, su destino podía estar entre esa masa de laburantes anónimos que madrugaba para obtener un sueldo miserable. Quién no sale con el cuchillo entre los dientes al cabo de semejante sermón.