En los primeros años de la década del sesenta el hombre que marcaría para siempre la historia y la identidad de Estudiantes de La Plata, vivía el tránsito de jugador a entrenador, y quemaba las primeras etapas en su nueva ocupación recogiendo experiencia en Atlanta y más tarde, fugazmente, en Vélez Sarsfield.
Su método de trabajo y sus conceptos futbolísticos llamaron tempranamente la atención del periodista Alberto Laya, columnista de la revista Primer Plana, que tomó nota de aquellos rasgos que hacían sobresalir al joven entrenador de la media de sus colegas de entonces y publicó un arriesgado artículo en el que saludaba la aparición de Osvaldo Zubeldía en el panorama argentino, destacaba sus virtudes y pronosticaba el inevitable triunfo de sus ideas.
A continuación, en un doble homenaje -al maestro de periodistas y al maestro de entrenadores- reproducimos aquella publicación:
Para dignificar el fútbol
Por Alberto Laya
El oficio de director técnico de fútbol es tan peligroso como el de fabricante de pólvora. Sus conocimientos están sometidos al capricho de una chispa. Vive esperando el estallido. Y cuando se produce se transforma en un sobreviviente chamuscado. Inicia entonces un peregrinaje en busca de otro polvorín. Y descubre que esa chispa es mucho más inofensiva que el capricho de los hombres.
Ahora puede ser que todo sea distinto. La ATFA -Asociación Técnicos Fútbol Argentino- acaba de nacer con un propósito decoroso: el de “dignificar y jerarquizar la profesión”, Osvaldo Juan Zubeldía (36 años de edad, casado, sin hijos) explica el espíritu de este alumbramiento: “Hay que desterrar a los payasos, a los mentirosos del fútbol. Los directores técnicos estábamos desunidos. A cualquiera se le daba el carnet profesional. Evitaremos que los técnicos vayan a las puertas de los clubes a pedir trabajo y que les hagan mover el piso. Van a trabajar sólo los más capaces. Haremos la verdadera escuela del fútbol.”
Zubeldía tiene ideas honestas. Las tiene porque es fundamentalmente honesto. Dice lo que piensa. Quizá lo diga entrecortadamente, con vacilaciones, repitiéndose. No es un purista. Basta con que sea puro. Su función no es, al fin, la de hablar como un orador brillante. Es como si a un carpintero le exigiésemos el don expositivo de un editorialista. Lo encontramos en Vélez Sársfield, cuyo equipo de primera división dirige, a las 10 de un día cualquiera. Ya estaba copiosamente traspirado. Y alguno de sus dirigidos estaba, como él dice, “fundido”. Todos los días de 8.45 a 11.30 insiste en esta demoledora tarea, para no dejar nada librado al azar.
“Creo en el pizarrón. El pizarrón no sirve para enseñar, sino para clarificar. El director técnico que no quiere el pizarrón es porque le tiene miedo al alumno. El fútbol está perdiendo la belleza de antes, pero se va ganando en otras cosas. Los jugadores creen más en el trabajo. Es disciplinado cuando sabe que el técnico es capaz y no permite el manoseo de los dirigentes. Yo no permito intromisiones de nadie. Si me nombraran director del seleccionado nacional, echaría a patadas a los dirigentes. Muchos se me acercaron para que me interesara en recomendar jugadores para Vélez y me dijeron que luego me arreglarían. ¿Sabe cómo los saqué, no? Argentina tiene que trabajar para el mundial de 1966. Nombrar un cuerpo de técnicos capaces. ¿Por qué tiene que haber dirigentes en una comisión de selección? Es absurdo.”
Quizá estas verdades duelan, y tal vez Zubeldía sea encasillado como un iracundo. Esas verdades dolerán sólo a los que hicieron del fútbol una mentira, a los que, en la AFA o en los clubes, se adjudicaron a sí mismos, al mandato de su vanidad, la misma importancia que se podría adjudicar a un ministerio. Zubeldía se levanta todos los días a las 7 y se acuesta a las 22.30. No fuma ni bebe. Es un hombre método. Un hombre trabajo. No cree en otra cosa que en la tenacidad. Está hecho para triunfar. Y también para ser olvidado, porque el “yo, yo, yo” no figura en su léxico particular ni en sus sentimientos. Esperemos que el estallido no lo alcance. Pero si así fuese, Zubeldía tiene la materia necesaria como para ser incombustible.
Columna publicada en la revista Primera Plana #63 – Enero de 1964