Rodolfo de Paoli será el ayudante de campo de Defensa y Justicia. Secundará al Turu Flores y volverá así al lugar que prefiere: dentro del vestuario. Se sabe que tuvo un pasado como jugador trotamundos y algunos intentos como DT. Lo del relato, seguramente, es un hobby que además le da de comer. Su énfasis quizá se adecue mejor a un plantel necesitado de aliento que a las expectativas del aficionado que sigue el fútbol por televisión.
Si bien las conversiones más frecuentes son a la inversa (jugadores que toman el micrófono), el salto desde el periodismo a la dirección técnica tiene algunos antecedentes. El más resonante es el de João Saldanha, quien llegó a dirigir la selección de Brasil y formó el equipo que luego deslumbraría al mundo en México 70, ya de la mano de Mario Zagallo. Aventuras de escaso mérito también hubo, como la de Luis Ventura, adalid del periodismo extorsivo radicado en la farándula, al frente de El Porvenir.
Lejos en el tiempo ocurrió el experimento más osado. Lo encabezó José Gabriel González Peña (1920-1980), más conocido como Pepe Peña, que llegó a dirigir a Huracán en 1961 directamente desde la redacción de El Gráfico.
Pepe Peña –padre del actor Fernando Peña– había desensillado en la ilustre revista convocado por Dante Panzeri, entonces director, luego de una carrera en los negocios. Al igual que Panzeri, de quien fue alternativamente amigo y enemigo, tenía un lenguaje filoso y agresivo. Y con él y el crack de La Máquina Adolfo Pedernera (Las Tres P) compartió un legendario espacio radial Fútbol al centímetro.
Entre sus famosas descripciones (que a la vez describen su estilo sumariamente) se destaca la de Nardiello, un delantero de Boca de fines de los cincuenta y comienzos de los sesenta al que bautizaron Motoneta por su velocidad quizá un tanto atolondrada. Peña sostenía que jugaba “con un balde en la cabeza”. De Sanfilippo, un competidor en el rubro arrogancia, decía que salía a la cancha “con una caña de pescar”.
Quizá fue la firmeza de sus sentencias lo que desorientó al presidente del Globo, el señor Luis Seijo, y lo llevó a pensar que ese francotirador con ínfulas de sabelotodo en realidad lo sabía todo. Peña no tomó un equipo en emergencia, deprimido y de pocas luces. Huracán venía de hacer una inversión importante en una decena de refuerzos, entre ellos Norberto Menéndez, del que todos evocan su habilidad maradoniana.
En lugar de asumir la discreción del lego, fiel a su personalidad sacó pecho y auguró una revolución. También dijo que su Huracán sería la columna vertebral de la Selección en el Mundial del año siguiente. En paralelo, hizo gala de nuevas y estrambóticas formas de entrenamiento. Con sogas para explicar bisectrices, con sillas a manera de conos, con la prohibición de que periodistas y dirigentes del club observaran la práctica. Aquel laboratorio revelaría a un profeta del pizarrón o a un charlatán de feria. Pronto se sabría.
El debut con San Lorenzo –nada menos– no pudo ser peor. Arrancó 0-5, pero dos goles sobre el final le dieron algo de decoro a los números. Luego vino un empate con Vélez y otra derrota (2-4) ante Atlanta. Allí se acabó el corto ciclo de Pepe Peña. No hubo revolución futbolística, ni base para la Selección, ni un solo concepto como legado. Pero el hombre tenía una autoestima a prueba de balas, así que regresó al periodismo a pontificar con el mismo talante. Cuando le recordaban su fallida aventura en la dirección técnica, se lo tomaba con humor. “Yo no jugaba”, deslizaba canchero.
Jamás reincidió.