Me la puso la adorable enfermera Noelia, en el brazo izquierdo, por supuesto. En estos tiempos de redes donde todo lo importante (y lo no tanto) es fotografiado, no me di cuenta de inmortalizarla. Quisiera poder acariciarla con mi dedo índice en mi pantalla táctil cada vez que quiera y cantarle:
“Hay una chica que es igual / 
Pero distinta a las demás / 
Y no sé de dónde viene /
y no sé a dónde va /
Hace tiempo que sueño con ella /
Y solo sé que se llama Noelia /
Noelia, Noelia, Noelia, Noelia”. 

Qué emoción inmensa fue llegar a la entrada del Viejo Gasómetro, famoso por tener la hinchada que creó las mejores canciones de fútbol. La más linda camiseta en azulgrana y el cuadro que le hace gritar los goles a mi familia y a muchos amigos queridos.

Es fuerte lo que pasa cuando uno está ante un evento de estas dimensiones tan desconocidas. Lo colectivo se mezcla con lo primitivo y uno tiene la esperanza no solo de aferrarse a la vida y alejarse de la muerte; sino esas ganas tan elementales de volver a los abrazos, los encuentros con amigos, las pistas de baile, las marchas y todo lo que antes de la pandemia dábamos por sentado. Es muy emocionante entrar a un lugar donde reina la esperanza. Me produce mucho orgullo, además, haber nacido en uno de los 12 países que produce la vacuna. Donde los que toman las decisiones priorizan la vida, antes que cualquier otra variable. Me cae bien que la lógica en donde siempre ganan los mismos haya quedado eclipsada por una avalancha de igualdad. Hoy en el Gasómetro la vacuna atravesó a toda una fracción de generación de pé a pá. Y aunque la última estrategia de marketing de los poderes concentrados sea arengar a la gente a que se vaya del país, yo pienso lo mismo que el genio mundial de la música indie, Lucas Martí:
“Si no se te ocurrió ni una idea acá / 
no ocurrirá en Berlín / 
donde el invierno es cruel /
y no estaré para arreglarlo /
No entendés que somos la performance /
en esta argentina gris /
Donde el futuro es cruel /
pero estás vos para arreglarlo”. 

El Viejo Gasómetro y tantos otros puntos de vacunación están repletos de soldados vestidos de chaleco celeste que trabajan para arreglar este desastre. Son parte de un ejército de personas que abren los brazos y te invitan sonrientes a pasar por cada puesto donde se lleva a cabo esta recorrida épica que culmina con el empadronamiento para la próxima dosis.

Una va transitando cada una de las instancias, rodeada -en mi caso- de la clase 78. Un calidoscopio de postales mentales va cambiando de forma y color a medida que avanzás: “esto es como estar en un boliche hace 20 años, pero con más patas se gallo”, “habrá algún hijo de desaparecidos que todavía no encontró su verdadera identidad?”, “Acá hay caripelas de todo tipo, no hay distinción de clase social, género, ni idiologías, somos todos lo mismo”. Es una situación muy estimulante para el cuerpo y la cabeza: el corazón galopa y cabalgás como una jocketa del mañana. El bocho te va a mil porque el predio es inmenso y está dividido por distintos sectores destinados a distintas labores, como en un panal de abejas. Hasta que al final llegás al puesto donde te inoculan. Y te encontrás con tu Noelia. Y te brotan lágrimas a chorro como en esa escena cuando Meryl Streep está agarrada con furia a la manija de esa camioneta celeste en Los Puentes de Madison y pensás: “dale Meryl, bajate, la concha de tu madre”, pero esta vez con final feliz. Es como si Meryl se hubiera bajado y hubiese corrido a los brazos de Clint para vivir una vida nueva, llena de aventuras y en sus propios términos. Yo diría bajo la irrefrenable convicción del deseo. Creo que es eso, la aplanadora sensación de querer vivir con los que amás y que los que amás vivan con vos sin tanto olor a miedo y desesperación. Gracias por eso.