“La escena es un bautismo. Kirchner comenzó su presidencia con un golpe en la frente porque se lanzó a la multitud que estaba en las calles, entre el Congreso y la Plaza de Mayo; se lanzó como quien corre hacia el mar el primer día del verano, con impaciencia y sensualidad, gozando ese cuerpo a cuerpo que es el momento amoroso de la política.” Eso decía Beatriz Sarlo hace 11 años en el diario La Nación, luego de la muerte de Néstor. Una gorila descomunal que, sin embargo, podía advertir que era contemporánea de un tipo que marcaría la historia. 

Lo sospechábamos todos mientras ocurría, mientras establecía una reactivación económica sin precedentes, con industrialización y consumo que rompieron récords históricos. Se podía ver esa redistribución del ingreso volcada a subsidiar el empleo, la industria, las jubilaciones, el transporte, la niñez, la ciencia, la cultura, mientras consolidaba un mercado interno. Recuerdo cuando me fui a vivir sola ver por primera vez productos nacionales, comprarme un ventilador argentino. Recuerdo tener el salario mínimo más alto de Latinoamérica -en dólares, giles- y la tasa de desempleo que seguía bajando. 

Antes de eso, recuerdo terminar el secundario y salir a buscar laburo. Recuerdo el desenlace del menemismo. Había que convivir con la sensación desesperante de que conseguir trabajo fuese lo más parecido a encontrar agua en el desierto. Y si te daban laburo, bancarte la que sea para conservarlo. Más tarde la cosa se puso peor. Un día nos bajaron el salario y nos empezaron a pagar con unos cheques del Italpark. Y te bajabas los lienzos porque sabías que eran las reglas del juego. Era eso o nada. Después de Néstor, nunca más tuve esa sensación de intemperie. 

Una vez leí en el diario que el Banco Mundial había hecho un informe que mostraba cómo la clase media se había duplicado en Argentina entre 2003 y 2009. Pensé en toda esa gente que había ido siempre a las universidades a baldear y a pasar el trapo, esta vez yendo a estudiar. En esas primeras generaciones donde la política se había hecho carne. Pensé en que para los gobiernos todo se mide con estadísticas, en conceptos tan abstractos. Pero que no existe algo menos abstracto que tener la panza llena. 

Pensé en mí y pensé en mis amigos y pensé de dónde venimos todos y en nuestros árboles genealógicos y cómo nuestra cadena histórica está marcada por el ascenso social siempre a partir de gobiernos populares. Alguna vez, alguien de nuestra familia también habría sido el primero en poder ir a estudiar. 

En definitiva, pensé en el mundo real, en la Latinoamérica tercermundista cargada de siglos de expropiación y colonialismo, de países que se hicieron ricos a costa de nuestro continente construido por jinetes del apocalipsis. Negros cabezas, todos nosotros, que tenemos en nuestro ADN, casi como algo atávico, el lenguaje de la sumisión que generaron tantas explotaciones de todo tipo y color.

Pensaba, por ese entonces: esto es lo mejor que viví. Ahora, en cambio, me pregunto por toda esa gente que vimos en los noticieros durante aquellos años. Gente que nunca había visto el mar y que gracias a la política conocía por primera vez la playa. ¿Habrán corrido, como Néstor, con impaciencia y sensualidad? Para mí que sí.