John Austin es un filósofo británico de la primera mitad del siglo pasado que se dedicó a los vericuetos del lenguaje. Entre ellos –los vericuetos– se encuentran los enunciados performativos. Son aquellas frases que implican acciones. Mejor dicho, aquellas que equivalen a hacer algo. Cuando el juez dice “Los declaro marido y mujer” o el patovica de la puerta advierte “Te prohíbo la entrada” o el optimista desafía “Te apuesto un asado” consuman un hecho al usar el lenguaje.
Mientras el General sostenía que mejor que decir es hacer, Austin le retrucaba (sin haberlo conocido, claro) que, en algunos casos, son lo mismo. Las conferencias dictadas en Harvard en las que desarrolla su teoría están recopiladas en el libro titulado Cómo hacer cosas con palabras. Además de un clásico, esta obra es seguramente la lectura predilecta de Hernán Lombardi, titular del Sistema Federal de Medios y Contenidos Públicos del gobierno de la Alegría, más conocido en su entorno político como Mostaza, por su gola agrietada.
Pero Lombardi entiende mal a Austin, porque cree que todos son actos de habla –que así se llaman técnicamente– y que cada expresión verbal es igual a realizar una acción. De este modo, supone que alcanza con mentar el diálogo, la concordia y el respeto a todas las voces, y que no hace falta un correlato político de postulados tan dulces. Entonces la gente a sus órdenes se aplica, por ejemplo, a una razia de opositores, por ejemplo en Radio Nacional. Persecución para la cual cuenta con un elenco de auxiliares ad honorem –incluso en las empresas privadas– como Nicolás Wiñazki, quien alertó sobre la existencia de sobrevivientes kirchneristas ocultos en las catacumbas de la agencia Télam.
Firme en su voluntad performativa, Mostaza Lombardi ha fundado en las redes sociales un país donde se puede ver el fútbol televisado “sin propaganda política”, algo que lo pone al borde del orgasmo republicano: “Un placer volver a sentirnos respetados como ciudadanos y no como un país jardín de infantes”.
Pero entre Twitter y la posta, como sucede a menudo con los funcionarios de la Alegría, hay un trecho considerable. Una cancha y media. El último fin de semana, irrumpió en la transmisión del superclásico una publicidad del gobierno. Digo bien: del gobierno y no de sus obras, sólo mencionadas de manera genérica (“una ruta, un puente, una red de agua”, etc.) y sin que quede claro si se trata de un proyecto ambicioso o de infraestructura efectivamente construida. Propaganda electoral, en cuyo cierre aparece el presidente Macri para recoger el aplauso.
El regreso al jardín de infantes, según la metáfora de Lombardi, activó la denuncia de una ONG ante la Oficina Anticorrupción, por cuanto se viola la ley que prohíbe expresamente la “promoción personal de autoridades o funcionarios públicos” en esta clase de avisos. Denuncia que morirá en un cajón, va de suyo.
La maniobra publicitaria permite imaginar que una duda debe haber recorrido las reuniones más empinadas del oficialismo: ¿Hicieron bien en liquidar Fútbol para Todos?
De acuerdo, se trata de un gobierno que habilita negocios entre corporaciones afines. Y la pelota debía retornar con sus legítimos dueños. Por otra parte, la apuesta más fuerte en la comunicación parece orientada hacia las redes sociales, con marca personal sobre la población.
Aun así, imagino que cuando se viene la fecha de los clásicos, con ese gigantesco público cautivo clavado ante la pantalla, se agiganta, como la sombra de Facundo, la tentación populista. Nada como el fútbol, bien lo sabe Macri, para llegar a todos y todas. La clientela del deporte pago, acotada, no es el mejor auditorio en vísperas de una elección.