A veces me asombra la capacidad de queja de Fernando Gago. Es joven, bello, rico y juega en Boca. Sin embargo, el tipo no para de rezongar. En general al árbitro, claro, la instancia de juicio en ese pequeño cosmos que es un partido de fútbol y a quien el número cinco le reclama una armonía que no encuentra. Gago, digámoslo sin ambages, luce como un hombre insatisfecho, incapaz de ser feliz. Visto así, podría inspirar conmiseración. Pero no: su natural elegancia, su anatomía erguida, insinúan, ante que desvalimiento, cierta altanería. Y si nos arriesgáramos más en la voracidad interpretativa, postularíamos un pasado de niño melindroso, de llanto fácil en caso de no salirse con la suya.
Pero hay otro modo de abordar la conducta de Gago. Más apegada a la célebre frase de Bertrand Russell: Seamos buenos entre nosotros. Supongamos que el jugador se desespera porque habita la soledad del náufrago en la multitud. Como si, aun expresándose en una lengua simple, de lógica implacable y dulce sonoridad, no se hiciera entender. Y, reactivo a la insensibilidad de compañeros y adversarios, se enojara en general y agitara sus brazos con elocuencia italiana. Y con el enorme peligro de que ser confundido con un futbolista frustrado por minucias (una amarilla, ponele) y no por el profundo desconcierto del artista ninguneado. Es una hipótesis.
En Boca o en la Selección, el público y la academia prefieren jugadores con otra actitud. Quizá con mayor facilidad comunicativa. Alguien que, con un puñado de gestos esforzados, se apropie velozmente del linaje necesario de coraje y liderazgo. Tipos previsibles hasta en la carencia. A un cinco –doble o single– no sólo se le disculpa la escasez de recursos técnicos, sino que hasta se la toma como garantía de compromiso físico y emotivo. Se da por sentado que obra en estos ejemplos la fuerza irrefrenable –como los prejuicios– de la compensación.
Por algo los argentinos adoramos a Mascherano. A él le entregaríamos las llaves del reino de manera vitalicia. Nadie cuidaría mejor de nuestro equipo nacional, de nuestras hijas doncellas, de nuestros modestos ahorros. ¿Gago? Hummm. Gago es, sí, diferente. Pero aunque la divulgación futbolera le ha conferido a esta palabra una distinción favorable, se tiende a aceptar mejor al futbolista de rasgos familiares. Dentro de la norma. Como Mascherano. Como Tevez, modelo de talento y rebeldía villeros. No a Gago.
Gago es un armador. Mejor dicho, un constructor. Desde que regresó de su última y ya incontable lesión (en la fragilidad del cuerpo también se malicia una diferencia indigna de confianza), inventó otro equipo. Les devolvió a los compañeros un cariño elemental y creativo por la pelota. Los obligó a jugar. Les enseñó su lengua y la asimilaron. Tal vez por eso se lo ha notado menos irascible.
Es probable que los espacios comprimidos hayan modificado el territorio de los estrategas. Antes merodeaban el área. Ahora buscan aire para reflexionar en la zona del círculo central. La plataforma de lanzamiento, como dicen los expertos, del primer pase. Riquelme era cinco, así como Gago es diez. No se habla, sin embargo, de aritmética ni de coordenadas precisas en la cancha sino de funciones, responsabilidades y, sobre todo, vocación.
En estos días se vuelve a hablar de Gago por sus grandiosas actuaciones frente a San Lorenzo y Racing (y las vísperas del clásico), de su influencia transformadora sólo comparable, según mi modesta consideración, a la de Belluschi. Entonces los entendidos en tácticas tienen la palabra. Quizá son los más indicados para descifrar el contagio benéfico de su proverbial andar.
Sin desairar la voz de los claustros, creo que la genialidad de Gago se funda en un razonamiento idéntico al del ladrón del cuento “La carta robada”, de Edgar Allan Poe. En el relato, quien sustrae la comprometedora carta de los aposentos reales franceses, en lugar de esconderla bajo siete llaves, la deja a la vista de todos, en un tarjetero que cuelga de la pared. La policía destripa la casa del ladrón, con especial énfasis en los lugares más recónditos, y jamás encuentra el papel buscado. Sólo C. Auguste Dupin, investigador pionero de un género en ciernes allá por mediados del siglo XIX, descula el caso. No lo hace gracias a su instinto de detective, sino atento a que el ladrón (un ministro, nada menos) es poeta. Vale decir, alguien acostumbrado a pensar a contracorriente y por lo tanto capaz de convertir lo evidente, lo que está al alcance de la mano, en lo oculto. Un engaño sencillo y brillante.
Gago es sencillo y brillante porque sus procedimientos son similares. Su estandarte es el pase, letal como una cerbatana, algo que podríamos atribuir a su destreza excepcional. Pero sus pases, por lo general, además de apelar al diálogo esencial de la pared (el plan de un instante, que muta con el mínimo movimiento) trazan su ruta por el centro del ataque. Esa provincia en apariencia selvática, infranqueable, por la que nadie se atreve sin pecar de ingenuo. Mientras otros imaginan rodeos, circunloquios, “centros de mierda” y coreografías complejas por todo el ancho de la cancha para burlar defensas híper coordinadas, Gago va directo al hueso. Se mete por el medio, derechito hacia el arco, con un pertrecho tan básico como el toque de primera. ¡Y funciona! Pregúntenles a los hinchas de Racing.
Tanto la policía como los defensores esperan elaboraciones de manual, no la intrepidez (y el talento) del que las usa de cebo. Del que piensa por sí solo, a contramano. Poéticamente, diría Dupin.