Supongo que cuando Los Piojos decían que “de lejos no se ve”, estaban pensando en la simple materialidad de los estadios de fútbol, y no en la posibilidad de la distancia y la perspectiva como formas de ver lo que no se ve cerca. De lejos se ve perfecto. Hace cuatro meses decidí irme de Buenos Aires a vivir a México, no exento de miedos y dudas por irme a la ciudad más violenta y enquilombada de la tierra. Sin embargo, una vez aterrizado en la Ciudad de México, comencé a sentir una hermosa calma que recorría mis dimensiones psíquicas más profundas. Las instancias superficiales están hechas mierda, despedazadas: una ciudad inmensa, ruda, agotadora, clasista, contaminada y a muchos metros de altura. Sin embargo, esa lucha diaria por subsistir es independiente de cierto agotamiento mental del cual me desprendí. Un agotamiento de cuya existencia solo fui consciente el día que me enteré de que allá en el sur, lejos muy lejos, dos equipos porteños jugaban la final de la Copa Libertadores. En ese momento me di cuenta que esa calma que sentía era, simplemente, la consecuencia de haberme alejado de Buenos Aires.
Buenos Aires, esa hermosa ciudad que amo y disfruto como pocas, es una ciudad cargada de una intensidad insoportable. Esa forma de ser del porteño, que todo lo agranda, que todo lo nombra como lo mejor o lo peor del mundo, con ese acento napolitano y esa mano agitándose siempre el viento en forma de montoncito, como para darle ritmo y vida a las palabras, como para que el viento las difunda por el mundo y el ambiente les de eco; con ese andar canchero y seguro de sí mismo; con ese tono tan cotidiano de “no me jodas, yo te voy a explicar”; con esa “y griega” tan marcada que no dice “yo” sino “sho” y que le da una fuerza y una entidad a lo dicho que ningún mexicano o chileno podrían conseguir. Esa sociedad envidiable, que fuera potencia y que aun en la eterna decadencia en la que vive, mantiene la clase media más extendida del continente; donde los taxistas, todos, debutaron en primera división pero al segundo partido se rompieron la rodilla, o son ingenieros en física cuántica pero lo perdieron todo en alguna de las devaluaciones que cada 10 años sacuden al país; esas clases medias o no tanto, que se expresan perfectamente, con una brillante capacidad de lectoescritura, y una demagogia insufrible, capaces de articular grandes teorías, siempre con seguridad de plomo y esa mano agitándose en forma de montoncito; esa ciudad donde el kiosquero y el mozo son capaces de explicar freudiana o lacanianamente por qué aman más a su equipo que a su vieja y dejan convencido al interlocutor más incrédulo. Esa sociedad admirable por momentos, se convirtió en un hervidero de extremas pasiones inútiles.
El fútbol y la política son los universos donde esa inutilidad híper cargada y recargada se expresa con mayor naturalidad. Hay que agradecerle al movimiento “Ni una menos” que nos haya sacado del asfixiante terreno de la discusión política rancia e hipócrita del kirchnerismo-gorilismo. Hay que agradecerles haber puesto en la mesa algo esencial y fundamental que sacara las discusiones del triste terreno del partidismo y demás formas institucionales. Hay que agradecerles tanto aire, porque todo el resto sigue existiendo y sigue siendo insoportable, y cada vez más.
Vivir fuera de Argentina permite pensar a veces con una ligereza no superficial, que mantiene la psiquis alejada de los fanatismos y las pasiones tan mal administradas, tan carentes de criterio y tan llenas de testosterona. Aquí nadie se rasga las vestiduras por defender a su propio Maradona y embanderarlo como símbolo rebelde y popular (varios porteños pensarán, “claro, si los mexicanos no tienen a ningún Maradona”, pero bueno, era simplemente una analogía). Aquí nadie se rasga las vestiduras por defender a Patricio Rey como el ídolo máximo cuando organiza un concierto en Gualeguaychú, sin dejarle un peso al pueblo, y sin garantizar la seguridad de sus correligionarios que terminaron muriendo apretados. Aquí nadie se rasga las vestiduras discutiendo si son peores los polvos pica-pica bosteros o las piedras gallinas. Es un placer estar lejos y no tener que escuchar las densidades dicotomizadas del pensamiento porteño, híper masculino y argentino-céntrico.
Es un placer que las “declaraciones” que deben estar circulando por allá permanentemente, aquí solo aparezcan a cuentagotas. Es un placer vivir lejos de los periodistas deportivos de Fox y TyC. Es una alegría inmensa vivir a miles y miles de kilómetros de la violencia de Palacio y Farinella. Es un placer vivir lejos de la cultura del aguante en cualquiera de sus versiones. Es un placer que la gente no te haga montoncito cuando te hable. Se lo extraña a Fernández Moores, pero bueno, él siempre estará ahí, los miércoles, cuando uno lo necesite.
En fin, es un placer. Me alegro de haber estado fuera durante todos estos eternos días donde el aire, seguro, se cortaba con cuchillo. Las cosas se ven tan claras a la distancia que incluso estuve de acuerdo con el Pollo Vignolo, el vendedor de falsos amores, cuando dijo, después de la segunda suspensión: “Estoy harto de este Boca-River”, aunque también podría haber dicho que está harto de sí mismo y habría sido más atinado, más elocuente y por cierto, más sensato.
En relación al River-Boca, ese partido que en Argentina creen que todo el mundo quiere ver y que en el resto del mundo les importa bastante poco; ese partido que hace sentir a los argentinos que son el centro del mundo y que el resto del mundo lo ve como un partido que se juega en la Patagonia de la tierra; creo que debería jugarse, porque nadie puede ganar nada sin jugar (mucho menos Angelici, socio mafioso del Presidente, que ahora hace las veces de victima), y que después de terminada la final, deberían quedar suspendidos ambos equipos al menos por una década, en castigo por ser unas de las instituciones culturales que más violencia le están regalando al resto de los mortales.