Con una inocencia que enternece, algunos compañeros de Un Caño piden a gritos cambios en las reglas del fútbol, el deporte más popular del mundo que suma adeptos y agranda su negocio año tras año a nivel planetario.
Es aburrido, dicen. Es injusto. Hay que copiar al hockey, dicen. Al básquet. Al rugby o al fútbol americano. Deportes entretenidos y organizados que no mira prácticamente nadie. O al menos, para ser justos, nadie en comparación con la enorme multitud que se vuelca al fútbol. Es cierto que hay excepciones en algunos países (también es multitudinaria la audiencia del cricket y no lo denominaríamos exactamente un deporte masivo), pero la norma es que el fútbol es el 1 muy lejos.
Los fanáticos de otros deportes son menos y menos intensos. Y las reglas del fútbol tienen que ver con eso que sucede. Porque si bien es cierto que se cambiaron pequeños detalles, el reglamento sigue más o menos igual desde hace casi un siglo. Y esas reglas construyeron el encanto que tiene el imperio futbolero.
Diría que la principal razón del atractivo que tiene el fútbol es la injusticia. El hecho de que un equipo inferior pueda ganarle -asiduamente- a un equipo superior. Esto no pasa en casi ningún deporte y genera una empatía imbatible con el espectador.
Porque, seamos buenos, la mayor parte de los espectadores somos seres humanos, y como tales somos débiles y perdedores. Estamos acostumbrados a luchar contra fuerzas que nos superan por mucho: la rutina, el fisco, la policía, el capitalismo, la muerte. En la cancha la injusticia deportiva bien entendida es una forma de recompensa. Y es impagable.
Si la vida fuera fútbol podríamos -por ejemplo- disfrutar de un aguinaldo extra que nos pagó mal el árbitro por un error de interpretación (siempre y cuando no haya VAR). O ganarle 1-0 a nuestro jefe encerrándonos en la oficina con doble línea de cinco. Esas pequeñas victorias son tan satisfactorias y significativas que nos llevan a preferir el formato actual de injusticia, pese a que normalmente esa injusticia se administra innegablemente a favor de los poderosos. No importa, porque de vez en cuando nos toca una a nosotros. Y compramos. O mejor: somos hinchas de un poderoso y revertimos la carga. Pero no queremos que nos quiten la injusticia, con el video-ref que tan bien funciona en el rugby.
Tampoco queremos el tiempo neto del básquet. Ni el del hockey. En el fútbol se pierde mucho tiempo, dicen. Sin embargo la posibilidad de que el tiempo pase sin que suceda nada relevante en el juego es parte irrefutable del encanto. Porque también se parece un poco a la vida. A ver si me compro 10 minutitos más. A ver si puedo hacer tiempo a fin de mes, pedirle a un sobrino que esconda la pelota hasta que saquemos unos mangos para pagar la factura de gas.
Algunos quieren agregar reglas para que haya más goles en los partidos, como sucede en el básquet o en el fútbol americano. De nuevo: error. De nuevo: por falta de empatía. El encanto del gol está en su rareza. Mientras más difícil es conseguirlo, más se festeja. Prefiero que exista el 0-0 para saber disfrutar un 6-4. Si todos los partidos terminan 120-116, ¿qué valor relativo tiene un tanto? ¿Y cómo se pasa un compacto de ese partido? Ya hablamos alguna vez de que el fútbol es perfecto para la TV, pero sobre todo para los compactos de TV: sus jugadas relevantes entran en dos minutos y medio.
Estoy seguro de que tanto el rugby como el básquet y el hockey (ni hablar del vóley o el automovilismo) se plantean permanentemente cambios en el reglamento para obtener mayor audiencia. Se mueren de ganas de ser tan masivos como el fútbol. El líder, en cambio, es como es: no discute ni imita al competidor.
Desde el punto de vista del márketing (que igual es lo que menos importa), tirar abajo el producto más vendido para que se parezca a los que no se venden tanto es la anti idea. Una noción insólita en la que una cabeza iluminada pretende decidir desde un púlpito de superioridad autodeterminada lo que es mejor para los espectadores, aunque no sea popular. Ridículo.
Por otra parte, pensar que es el juego (más todavía: la calidad del juego) lo que atrae o deja de atraer a los fanáticos es ignorar la maquinaria gigante que se mueve alrededor del deporte, particularmente del fútbol, en términos de identificación con camisetas, jugadores, colores, selecciones, clubes o hinchadas. La pertenencia a una comunidad lo prefigura todo. Y sólo puede existir con la incertidumbre que otorga un resultado posible en un deporte impreciso, imperfecto e injusto.