River se puso 1-0, Independiente se puso 1-1 y fue en ese momento -ese momento en el que el partido era una pelea callejera, un remolino del que cualquier cosa podía brotar-, fue en ese momento que finalmente sucedió; a un campo que estaba hecho de lava bajó desde una nube un pastor evangélico de los de la medianoche, un colombiano lleno de paz. Juan Fernando Quintero domó una pelota que venía de un rebote en el uruguayo Silva, que venía de un mal control de un volante, que venía de un robo –el décimo quinto de Exequiel Palacios– y nos recordó lo necesaria que es una zurda en el medio del vendaval. Fue en ese momento en el que el duelo tenía mil finales para elegir que finalmente se quedó con ése, con uno, quizá el más justo pero también el que en estos tiempos es la norma, el poder. El River de Marcelo Gallardo se puso 2-1, después sentenció a Independiente con otro golazo colombiano y por tercera vez en las últimas cuatro Libertadores, una animalada, jugará la semifinal.
Lo que el campeón de la Supercopa Argentina no había podido lograr en su mejor momento, los primeros 15 minutos del primer tiempo, lo consiguió entonces -hacer tres pases seguidos, hacer un gol- en parte porque Independiente ya era un jinete desbocado (porque Independiente ya se había lanzado, porque Alan Franco y Silva eran el único dique, porque por primera vez concedía hectáreas para que River pudiera galopar), pero en parte también porque Gallardo había elegido que entonces -entonces y sólo entonces- entrara ese hombre que mientras todos juegan con el fervor y la velocidad de 2018 él lo hace siempre en otro tiempo, entre los 80 y los 90, esperando a que todos se muevan -siempre frenéticos, tatuados, histéricos- para meter su pase letal. Juan Fernando Quintero es un nene de 12 años que le escribió una cartita a Papa Noel pidiéndole que le trajera la 10 de Valderrama, un descolgado que juega con la paz del que no tiene celular.
Antes y después, bueno, sí, River fue el que había imaginado Gallardo, ese equipo que en los duelos coperos se hace de la fortaleza de Rafa Nadal: tres delanteros contra los tres centrales de Independiente, pelea de gallos, elaboración cero, fútbol punk. Pero la victoria se encaminó en ese momento, ahí, cuando Quintero hizo que todo fuera más bello y más lento en el pogo que era el Monumental.
Quintero es un nene de 12 años que le escribió una cartita a Papa Noel pidiéndole que le trajera la 10 de Valderrama, un descolgado que juega con la paz del que no tiene celular.
Gallardo ha inventado un equipo cuya luz es la del comienzo del partido, la defensa ofensiva o el ataque defensivo, recuperar la pelota y que no lo ataquen, y atacar, todo a la vez. Hernández, Meza, Domingo, todos jugaron de espaldas, incómodos, mal perfilados, atosigados por tres delanteros y dos volantes (Fernández y Palacios) que después no pudieron con la parte básica y esencial del plan: pasarse la pelota entre ellos y hacer un gol. Son los 15 minutos en los que River desata la fuerza boba del adolescente que va al boliche sólo para empujar gente, mirarla fijo e invitarla a pelear; entre Maidana y Pratto, diez rugbiers neozelandeses se adelantan y corren como los soldados de Mel Gibson en Corazón Valiente al grito del primer pase que intenta el rival.
Eso hizo anoche y eso había hecho contra Boca y Racing (a los que les metió el 1-0 en los primeros 15 minutos, nada es casualidad), pero con Independiente no pudo, ni en la ida ni en la vuelta, y así se inauguró entonces otro partido, el segundo de la noche, uno más feo y más largo, sin pases ni conexiones, el momento en el que la Libertadores lanzó otra licitación y le preguntó al campeón de la Sudamericana qué tenía para ofertar. “Jugamos mal. River mereció clasificar”, se desplomó Holan luego del 3-1, mientras en la grada de las redes aún se multiplican las fotos, las quejas y los memes con la patada ninja de Pinola, premiado en River en un acto secreto como el Vangioni del Mes.
Pero no fue ésa, sin embargo, la única jugada que nos habilitó a imaginar otro partido, uno que ahora sólo sucede en la dimensión paralela de los programas de radio y televisión. ¿Qué se sentirá cuando tuviste la felicidad en el cuerpo, cuando imaginaste la tapa del diario, el amor de tu gente, todo el futuro, y eso de repente desapareció? ¿Qué escenas le volverán ahora a Emmanuel Gigliotti, solo en la cabina de su auto mientras espera que el semáforo cambie de color? Lo que vivió River en 2017 con Lanús ahora quizá lo viva él, que saltó contra Pinola tras un rechazo de Franco y le ganó, que arrancó a campo traviesa mientras Pinola se caía, que aceleró frente a Maidana mientras se daba fuerzas recordando los viajes a China, las decenas de películas malas en la pantallita del avión, todo lo que le costaba ir al súper a comprar un sachet.
Entonces Gigliotti definitivamente ganó, lanzó un oriuken que giró sobre su eje y Armani (¡Armani!) dio rebote, entró Romero, gol. Y Romero lo abrazó, lo señaló mientras miraba a la hinchada de River, el gesto que indicaba que la revancha al fin, al fin sucedió. Era el 1-1, el gol de visitante que inauguraba otro partido, el tercero, el cuchillero palo y palo en el que Gigliotti tardó mucho para acomodarse antes de un remate que pudo haber sido limpio, lo trabaron, salió la contra, el fútbol de autoayuda de los colombianos, el 2-1 de River, el derrumbe, la decepción. “Ocurrió todo tal cual nos dijo el profe”, subrayó Borré mientras lo premiaban como el mejor de la cancha. Después de Borges y Piglia tal vez ya deberíamos ubicar a Gallardo, visto las cosas, en el podio argentino al mejor lector.
“Como jugador nunca alcancé a tener una continuidad que me convirtiera en un jugador fundamental, nunca terminé de redondear la cuestión para que el hincha se sintiera totalmente identificado conmigo –se sinceró el técnico hace un tiempito, en la presentación de la biografía que escribió Diego Borinsky, el libro Gallardo Monumental–. Y ése fue el sentido que encontré para venir a dirigir a River, ese desafío. Yo no quería que mi historia con el club en el que me crié fuera otra vez incompleta, yo quería redondear”.
River, su River, redondea entonces otra noche hermosa. Porque también ese poder ha aprendido Gallardo: ahora inventa noches. Es un hombre que piensa, imagina e inventa noches así.