La modernidad achata. Atenta contra la identidad. Iguala de la peor manera. Pasa en el ámbito geográfico, en la música, en la moda, en las comunicaciones y también en el deporte.

Un par de ejemplos de los últimos días nos hicieron ratificar esta cuestión, que desde hace años venimos charlando con los compañeros de Un Caño. Nos referimos al cambio de formato de la Copa Davis y a la puesta en marcha de la UEFA Nations League (liga de naciones de Europa que en el fútbol viene a “reemplazar” a los partidos amistosos internacionales de ese continente).

TODOS IGUALES
Empecemos por el concepto general. Todas las ciudades del mundo son cada vez más parecidas entre ellas. Todos los cafés de una ciudad son cada vez más parecidos entre ellos. Todos los habitantes de las ciudades que se juntan en los cafés son cada vez más parecidos entre ellos. Los temas de los que hablan los habitantes que se juntan en esos cafés son cada vez más parecidos entre ellos. Hemos logrado estandarizar casi todo. 

Hace algunos años, uno podía distinguir en un viaje la particularidad de una urbe o de una nación. En Italia se distinguía claramente la italianidad de los barcitos y trattorias, donde italianísimos señores se sentaban a italianizar. Ni hablar de Francia o Inglaterra. De Japón, Corea o Estados Unidos. De México, Perú, Colombia. De Australia o Rusia. De Santiago de Chile y las grandes ciudades argentinas. Cada una mantenía su identidad, un ecosistema particular que la distinguía del resto. De eso sólo sobreviven los estereotipos.

El resto, lo auténtico, lo real, se está perdiendo. Cada vez más, aparecen los mismos cafés, restaurantes y comercios en Roma, Londres, París, Bogotá, el DF o Buenos Aires. Starbucks, sin ir más lejos. McDonald’s. Las marcas se expanden y se franquician y ocupan todos los lugares posibles, para dar familiaridad al consumidor. Los dueños son pocos, y los clientes cada vez más parecidos. Nos vestimos con las mismas marcas y comemos en los mismos lugares. Tenemos el mismo consumo cultural: las mismas series, las mismas películas. El mismo streaming. Mirate esta: ¿está en Netflix? Últimamente, hasta pensamos parecido y hablamos igual. Con atajos, fórmulas y memes. Ahre.

Hay un entramado de hipercomunicación y de concentración de capitales que lleva a que en todo el mundo se informe y exprese de modo similar. Facebook, Twitter, Netflix, Google, Instagram. Los que ostentan el poder marcan una tendencia, y cada vez más medios se parecen entre ellos: menos contenido replicado de manera más veloz. Pura imagen y superficialidad. Dale me gusta.

La misma lógica se instala en cada país.  Hacia adentro, todos pensamos más o menos lo mismo y consumimos más o menos lo mismo.

Antes había almacenes de barrio, cada uno con su Don Antonio de turno y su estilo particular. De a poco esos almacenes fueron barridos por cadenas de hipermercados, supermercados y directamente minimercados. Hoy, hasta los quioscos son cadenas que tienen el mismo dueño. En Córdoba, Salta, Tucumán o Buenos Aires aparecen los mismos negocios de indumentaria y los mismos dueños. Ni hablar de la concentración de información, los propietarios de los diarios y los cientos de sitios que replican las mismas noticias, generadas por otros, casi siempre los mismos.

EN  MODO MUNDIAL
En el fútbol, los jugadores son cada vez menos especialistas y cada vez más parecidos entre ellos. El lateral derecho puede jugar de central y el central puede ser volante de contención. Y si me apurás, un doble 5 te juega de 10: son cada vez más el mismo puesto. De paso, cada vez más los futbolistas empiezan a imitar a los videjuegos que los imitan, y en vez de ganar en frescura o naturalidad estandarizan hasta sus movimientos.

Pero mientras el éxito de la masividad los acompañe está bien. Lo importante es que vendan botines (en todo el mundo de la misma marca) y que su festejo se pueda replicar con gracia en el FIFA 19.

El éxito absoluto y llevado al extremo de este modelo es el Mundial de fútbol. Sueño de la modernidad, es un formato aceptado de manera prácticamente universal. El torneo representa ese momento en el que todos los países significan más o menos lo mismo y todos sus habitantes miran más o menos lo mismo y hablan durante más o menos lo mismo por treinta días. Las camisetas son más o menos parecidas (eso sí, todas los nombres están escritos en alfabeto occidental, incluso si el Mundial se juega en Rusia, incluso si lo juegan Japón o Arabia Saudita), fabricadas y sponsoreadas por más o menos las mismas marcas. Los estadios son todos iguales, y cada vez más iguales: en los asientos idénticos de las gradas idénticas de los países idénticos se puede tomar cerveza o gaseosa de una marca específica para bajar las hamburguesas del otro patrocinador.

Este ridículo de la posmodernidad ha cundido como ejemplo de paradigma planetario. Es el non plus ultra de los eventos deportivos. La tierra prometida y el objetivo final de cualquier evento. ¿Resultado? Cada vez más, los torneos del mundo se parecen al Mundial de fútbol.

La Champions League tiene una fase de grupos y una fase posterior de playoffs, con duelos eliminatorios, igual que el Mundial. La Copa Libertadores, también. El modo de organización no es novedoso, porque lo arrastraban la NFL o la NBA –fútbol americano y básquetbol- en Estados Unidos. Pero sí es ultra comercial y universal a partir de que se estabilizó como formato de la Copa del Mundo moderna.

Es muy posible que por eso la Copa Davis haya decidido modificar su antiguo formato, con más de 100 años de historia y tradición. Porque –al decir de los publicistas- quedó viejo.  Una competencia tan larga queda diluida en el calendario anual. Es casi como si no se jugara. Otra cosa es Roland Garros o Wimbledon: toman un tiempo determinado. Ahora también lo hará la Copa Davis.

Habrá grupos y playoffs, una sola sede, una fecha específica en la que se disputará todo el torneo. Seguimiento intensivo en una cantidad menor de días. Concentración limitada especial para la posmodernidad. Y, sobre todo, los mismos protagonistas desde el principio hasta el final. Nada de “Del Potro no juega la serie ante Suecia”. Juega todo o no juega. Federer arranca y termina; también Djokovic o Nadal. No podrán dosificar presencia según calendario. Fin de un tema.

LOS MISMOS DE SIEMPRE
Algo parecido pasa con la UEFA Nations League. El (casi) fin de los amistosos en Europa –recordemos que hay grupos de tres equipos, con lo cual siempre hay alguno que tiene fecha libre y todavía puede jugar por nada contra, digamos, Argentina o Brasil- obliga a tener un plantel más o menos estable para no perder puntos. La selección ahora está en estado de perpetua competencia. Es más un plantel fijo en toda regla que una selección. ¿Cómo se hace para probar jugadores en ese contexto? ¿Cómo se hace para proyectar a un equipo? ¿Y para mezclar combinaciones, sistemas, asociación entre individualidades, promoción de juveniles? ¿Y para cambiar a un jugador por otro? Mejor contar con los mismos del principio hasta el final.

La individualidad de las selecciones también se ha perdido. Antes era justamente un combinado electo para un objetivo específico. Una, valga la estupidísima redundancia, selección de lo mejor del momento. Ahora es un establishment. Es difícil ganarse el lugar, pero mucho más difícil es perderlo.

Si el plantel se mantiene (¡como en el Mundial!), el concepto de estrella se afianza por sobre el conjunto. Griezmann juega en el Atlético y en la Selección de Francia. Siempre, en la Selección de Francia. Es impensable que no esté en la Selección de Francia. Y festeja con ese bailecito infausto porque es referencia a otra cosa y es una identidad plástica que pasa, al mismo tiempo, a distinguirlo. 

Los futbolistas no deben estar pensando en esto. Tampoco los tenistas. Pero los dirigentes deben tenerlo en la cabeza. Cada vez todo más parecido entre sí: torneos, equipos, deportes e incluso hinchas. Hinchas que miran lo que pasa afuera para autorreferenciarse y creer que son distintos allí donde son más iguales: en la pasión. La pasión, loca monotonía marketinera, que en este contexto no es otra cosa que el consumo bien focalizado y disfrazado de amor por alguna bandera, alguna selección o algún club. Ni siquiera importa cuál.

Porque en definitiva son todos iguales.