“Estamos lejos de tener una sociedad seria y un fútbol acorde. Y los jugadores que vuelven de otras sociedades después lo sufren. Llega un momento que te cansás. A mí me pasó. El desorden está enquistado en nuestra cultura y eso desgasta”. El análisis, tan sensato como obvio, es de Marcelo Gallardo. Sin embargo, el mismo tipo que es capaz de criticar a la sociedad, es incapaz de controlar su mini sociedad: el Club Atlético River Plate. Porque, qué duda cabe, Gallardo es River. Y cuando decimos River decimos el jefe de River. Ni D’Onofrio ni Francescoli. La inmensa mayoría de los hinchas de River le daría las llaves del club al Muñeco. Quizás le haría una copia a Ramón Díaz, pero Gallardo es amo y señor. Lo sabe el bebé que acaba de nacer y al que ya hicieron socio y lo sabe el presidente, que le renovó el contrato por un dinero que es tanto que nos resulta obsceno publicarlo.
Que Gallardo es un ganador es indudable, ahí está su palmarés para confirmarlo. Pero ganar no es lo único y en los últimos seis meses el técnico metió algunos resbalones como para desconfiar de su discurso. Gallardo, últimamente, le da la razón al “haz lo que yo digo pero no lo que yo hago”. Y así, su discurso se transforma en perorata.
Por hablar del partido más trascendente de los últimos meses, River perdió porque se usó mal el VAR y no porque Lanús le remontó tres goles en ¡¡¡20 minutos!!! (“Hoy el VAR se usó para un solo equipo. Fueron errores groseros, hubo muchos errores. ¿Qué explicación van a dar ahora? ¿De qué se van a disfrazar?”, declaró el Muñeco). Si te meten cuatro goles en ¡¡¡20 minutos!!! tenés que cerrar la boca y hacer una autocrítica profunda pero de ninguna manera cabe la acusación a terceros o cuartos o quintos. O a los siete árbitros que estaban esa noche en la cancha y vieron una jugada más o menos bien o más o menos mal.
Tiempo antes de aquel choque con Lanús, a River le habían suspendido a dos jugadores por doping. “La verdad, no tengo claro qué fue lo que pasó. No tengo en claro nada. Sí tengo la conciencia limpia y conozco la integridad de mis futbolistas”, declaró el Muñeco. Hoy, seis meses después, tampoco se sabe qué pasó. Ahí sigue el médico trabajando y no hay responsables a la vista ni parece que los vaya a haber. Un Gallardo estilo Grondona: “Todo pasa”.
En la reanudación del torneo, para no perder la costumbre, River volvió a sumar 0 (antes de Huracán había caído con Talleres, Boca, Independiente, Newell’s y Gimnasia y sólo le ganó a Unión), pero para Gallardo la culpa fue de Germán Delfino que cobró un penal “chiquito”. Chiquito o grande, el agarrón de Montiel existió. O sea: penal. Tan penal como el que le cobraron a River contra Central en la final de la Copa Argentina por un agarrón a Alario. ¿Habló de penal “chiquito” Gallardo aquel día? ¿Declaró, acaso, que el árbitro lo había favorecido? Pero después de Huracán, Gallardo, chorreando soberbia, le mandó un mensaje a Delfino: “Cuando la vea se va a dar cuenta de que se equivocó. Se equivoca porque cree que hay un contacto”. Delfino no cree que hay un contacto: hay un contacto. Y no hay mejor prueba que la reacción del pibe Montiel: cabeza gacha asumiendo su culpa. Pocas cosas más desagradables que acusar a alguien de que se equivoca, corregirlo y corregirlo mal.
Así anda Gallardo, irresponsable. Como si él no tuviera culpa de nada de lo que pasa a su alrededor. Para los desmemoriados, vale recordar que fue el mismo Montiel el que cometió un penal contra Lanús que, al cabo, sería el 4-2 definitivo. ¿Y cómo fue aquel penal? Por un agarrón similar. Ahí tiene servida Gallardo una autocrítica sencilla y obvia, tan obvia como criticar a la sociedad y a la organización del fútbol argentino, algo que tanto le gusta. Un jugador suyo, con pocas semanas de diferencia, volvió a cometer el mismo error. Y como Gallardo no va a mandar al frente al pibe, entonces podría decir: “No le supe enseñar”. Si no hay nada de malo en equivocarse. Lo malo es no aprender de los errores. Una sugerencia para resolver el problema: Thomas Tuchel, el ex técnico del Borussia Dortmund, hacía entrenar a sus defensores con pelotas de tenis en la mano. ¿Para qué? Obvio, para que no pudieran agarrar a los rivales.
Pero hubo algo peor todavía. Gallardo se quejaba del campo de juego de Huracán (“que en estas condiciones no podemos hacer nuestro juego y bla bla bla…”.) hasta que un periodista le preguntó por el estado del césped del Monumental: “No está bien, creo que está peor que éste”, reconoció. ¿Ein? El técnico que se queja de la cancha de un rival no es capaz de tener su cancha en condiciones. Inadmisible para un DT que se precia (y trata de hacerlo) de jugar por el piso (¿y por dónde va a jugar?). Sería casi como jugar con una pelota desinflada… Gallardo podría pagar a los mejores cien (o mil, o diez mil) cancheros de país y poner el campo en condiciones. Por él, por sus jugadores, por su club, por los rivales y por el espectáculo. Pero no. Gallardo tampoco tiene nada que ver con el estado del césped del Monumental. Parece que al pasto había que echarle el líquido del frasco azul pero “alguien” se equivocó y le echó el líquido del frasco rojo. Y Gallardo se enteró cuando volvió de la pretemporada. Pero igual se queja de la cancha de los demás. Porque, claro, la sociedad es la culpable, pero no Gallardo.