La primera vez que entré a la popular de Racing, vi la explanada de cemento, escalón sobre escalón, los pies de los hinchas con sus zapatillas en el impulso del salto o aferrados al suelo. Los cuerpos fuera de sí, mezclados unos con otros. Mi viejo me sostuvo la mirada, me miro sabiendo que miraba y sin hablar, solo poniéndose delante de mí como quien alumbra un sendero me llevo escaleras arriba, al sector que está detrás de la puerta 8.  Era el viernes 12 de mayo del 2006, el partido de despedida del director técnico Diego Simeone.

No fue poca cosa haberle permitido a mi papá ser mi guía. De él durante mi infancia recuerdo poco y nada, no nos llevaba a la plaza, ni nos preguntaba como estábamos, mamá lo hacía. La división de roles que se había gestado dentro del hogar la dejaba a ella a cargo de todo lo que tuviera que ver con lo afectivo. Durante la década del noventa la crisis económica que afectó a la Argentina se sintió en la falta de trabajo familiar; mi papá, periodista de oficio, recorría todos los fines de semana las provincias del interior para salir en las radios locales y hacerse unos pesos que aportaran al poco ingreso que había en casa, a mi mamá la habían despedido en el año 1990 cuando yo estaba por nacer.  Papá llegaba a casa tarde del trabajo y muchas noches se iba a correr con su equipo de gimnasia por el barrio, sumergiéndose en la oscuridad de Avellaneda, en el pavimento bacheado del conurbano, en las calles sin nombre.

Una vez al volver del trabajo forzó un beso que no quería darle, le corrí la cara, le di la espalda y se fue enojado. Al rato mi mamá se acerco a decirme que él había querido invitarme a viajar a San Luis con él; y yo, su hija, le había corrido la cara sin dejarlo pronunciar una palabra. El afecto era un esfuerzo al que no quería doblegarme. Así nos hicimos grandes, con esa distancia que en el lenguaje se expresa con un hola y con un chau, con mi vieja como mediadora como si hubiera una especie de vidrio grueso en el que pudiéramos vernos y hablar perfectamente pero ninguna de las palabras que pronunciamos le llegara al otro. 

Lo que recordamos es impreciso y muchas veces dice más de nuestro presente que de nuestro pasado, lo que no recordamos también. Mi papá durante mi infancia fue un vacio, un hueco, un bache.

¿En qué momento emergió mi fanatismo por Racing?

Durante mi primera infancia fui hincha de Lanús porque iba a un colegio en ese barrio, y también lo era de Chacarita porque un amigo de mi papá hincha de este club me había regalado un balde y una pala para que juegue en la playa. Fue recién para el campeonato del 2001 en el que Racing salió campeón que ya era hincha, pero todavía no estaba comprometida con la liturgia racinguista.

Durante ese campeonato, mi viejo fanático de toda la vida, iba a la cancha seguido y volvía  llorando y recordando a su viejo fallecido 15 años atrás. Del abuelo pelado, como le decían, tengo recuerdos fugaces, lo recuerdo postrado en la cama con la mitad de la pierna derecha cortada, solo años después supe que había fallecido por un aneurisma aórtico. Falleció cuando yo tenía cuatro,  y todo lo que sé de él lo sé por relatos de mi papá. Supe que estaba enloquecido por Racing, que una vez llevó a mi abuela, estando ella embarazada de seis meses de mi papá a la  popular. También supe que en el año 1966 mis abuelos, mi papá y sus hermanos vivían en la misma pensión que el Chango Cárdenas, jugador emblemático de Racing, y que todos los domingos que jugaban de local el Chango les regalaba entradas para ir a ver el partido desde la platea.  

Racing fue siempre un puente, un lazo que frente a cualquier adversidad mantuvo unida a la familia. Y a mi papá y a mí, ese lazo, esa cinta o mejor dicho esa bandera celeste y blanca, tarde o temprano nos iba a terminar envolviendo. 

Al calor de mi adolescencia, esa necesidad enérgica de formar parte de un grupo pero al mismo tiempo distinguirnos, de sobresalir de alguna manera me llevo a profundizar mi vínculo con Racing, empecé a mirar más seguido los partidos y a interesarme por ese mundo tan propio de los hombres que es el fútbol.  Veía los partidos con mis hermanos, Federico y Nicolás, me aprendía el nombre de los jugadores y su posición en la cancha: la llegada de frasquito Moralez en el 2005, la dupla Bergessio-Sava en el torneo apertura 2006,  el liderazgo de Bastia, entre otras cosas iban sedimentando como conocimiento adquirido del que nadie me tomaría examen. Pero no era el saber por el saber, era aprender para poder hablar de igual a igual con mis hermanos y mi papá, para tener al menos un tema de conversación.

En mi cumpleaños de quince, para atenuar un vestido rojo a partir del cual me hubieran acusado de hincha de Independiente, me calcé un gorro celeste y blanco e ingrese al salón en la parte de la fiesta donde se hace el carnaval carioca, a puro paso de murga y cantito racinguista. Mover el cuerpo, no quedarse quieto, moverlo sin control, sin pasos fijos, moverlo por la pura alegría, y cantar o mejor dicho gritar hasta que las cuerdas vocales se tensen y exploten como serpentina lanzada al aire. La fiesta, la celebración que suponía para mi viejo y mis hermanos ser hincha de Racing estaba empezando a hervir en mi sangre. 

En verdad para ser precisa, ya había ido dos veces a la cancha pero solo a platea. La primera fui con mi abuela Elsa y sus hermanos. Un partido contra Almagro en el clausura 2005, en el que nos empataron en el último minuto y lloré como se llora por los primeros amores. La segunda, fue unos meses después con mis tíos y mi prima Carla, que tenía un año más que yo. Ella que ya había ido a la popular, se agarraba de la baranda y miraba para ese sector la procesión murguera, de candombe y cantitos como si quisiera tirarse de un trampolín y zambullirse en eso que estaba pasando metros abajo. Había ahí algo nuevo que quería vivir. Eso sucedió de la mano de mi viejo un año después.

Ese viernes 12 de mayo del 2006 jugábamos contra Newells. La comisión directiva tenía preparado el regreso de Mostaza Merlo, con el que salimos campeones en el 2001.  Recuerdo nuestra llegada a la cancha como algo épico, una muchedumbre bulliciosa cantando o charlando, de un celeste y blanco como de cielo o de nubes que se abren con el paso firme de las pisadas. Bajamos del colectivo en Estación Avellaneda y caminamos por Díaz Vélez, pasamos por la cancha de Independiente – a pocos metros de la nuestra- y llegamos a la de Racing, conocida como el cilindro de Avellaneda por su forma. Mi primera vez yendo a la popular, mi primera vez yendo con mi papá a la cancha.

Mi papá jamás fue un intelectual de escritorio, militó durante su juventud en la FEDE, tomó las calles cuando hubo que tomarlas y puso el cuerpo; hijo de madre aborigen y de padre descendiente de alemanes. Jamás hubo conformismo, hubo esa dureza de carbón que se termina de encender y desarmar con el fuego, para cambiar, para transformarse en otra cosa. Ese era mi papá caminando hacia la cancha de Racing, uniéndose al grito de la gente, cuidándome también a mí, a su hija pero avivando mi entusiasmo, encendiendo la pasión. Esa noche el silencio que todavía existía entre nosotros dos, se lleno cómo un vaso con los cantos de la hinchada,  con el repiqueteo de los saltos en la popular, con el ritmo de los bombos que dictaba el ritmo del corazón, con la sensación de tener el corazón en la boca y hablar de corazón a corazón sin tener que pronunciar ni una sola palabra.

Por lo general es un sector de la cancha el que empieza a cantar y a saltar, y eso que se inicia se termina disparando como si fueran fichas de domino cayendo deprisa a los otros sectores de la cancha, primero el canto cubre toda la popular y solo después asciende a platea. Un concertista del Colón no podría dirigirlo mejor, porque viene de todos, sin venir de nadie particularmente, porque sube y enciende como una llama, como una pira donde se pierde el control de lo que pasa.

Años después durante el primer año de cursada de la carrera de Sociología, supe que eso que estaba a punto de vivir era lo que el francés Emile Durkheim llama efervescencia social, una exaltación que se traduce en una unificación momentánea de un grupo alrededor de un ritual.

Lo que viví esa noche, esa primer noche de lo que serían muchos años más yendo a la popular no lo volví a vivir jamás. Recuerdo que los saltos y los cantitos que empezaban en el otro extremo de la popular se sentían en nuestra parte mucho antes de que nosotros empezáramos a saltar.  Esa noche el piso de cemento vibró bajo mis pies como un sismo, que me partió por completo para completarme tan solo con los otros, hinchas de Racing como yo, para mirar a mi papá con el amor de saber qué fue él, quién me abrió las puertas de ese mundo nuevo que empezaba a cerrar tantos años de distancia entre nosotros.

Cuando terminó el partido salimos de la cancha por Díaz Vélez hasta el terraplén por donde pasa el tren roca, los hinchas se trepaban y entraban por un hueco abierto en el alambrado y saltaban las vías para tomarse el tren que los dejaba en Constitución. Nosotros seguimos camino hasta casa  por la avenida Hipólito Yrygoyen, conocida como Pavón, que recorre todo el sur del conurbano desde Avellaneda hasta Alejandro Korn. No recuerdo exactamente de qué hablamos durante esas veinte cuadras ni como los cuerpos ahora fríos bajaron de esa vorágine para encontrarse y reconocerse en la noche de Avellaneda.

Si ganábamos el partido, las noches que volvíamos caminando desde el estadio hasta casa, Avellaneda se convertía en territorio racinguista. Los hinchas volvían cantando, los colectivos se llenaban de blanquicelestes que enloquecían al conductor golpeando los techos con las manos y en el aire no había otra cosa más que pura alegría. Aún muchas cuadras lejos de la cancha se podía escuchar a los hinchas rememorando los goles y las jugadas, como si durante esas horas posteriores hubiera solo una historia que mereciera ser contada y escuchada, la del triunfo de Racing.

Durante un tiempo empecé a ir con mi prima y un amigo de ella a la popular, el camino que había iniciado con mi papá lo continué con ellos, y a la noche cuando volvía a casa hablaba con él y mis hermanos del resultado del partido, cómo había jugado el equipo, y cómo lo había vivido la hinchada. Fueron años de avances y retrocesos, de llegar al área de lo afectivo y quedarse tímidamente sin patear al arco.

No pisábamos sobre terreno seguro, por momentos era un pantano y ninguno de los dos entendía con qué necesidad estábamos forzándonos. En otros momentos conversábamos como escaladores de montaña horadando nuestras cortezas, con la tenacidad de querer llegar a la cima pero con la certeza de que había que esforzarse. Semanas donde al vínculo tejido gracias a Racing se le anudaban conversaciones íntimas sobre la relación con el que fue mi primer novio, sobre las materias del secundario, sobre mis amigos.

Por esa época las cosas en casa andaban mejor económicamente, mamá había conseguido trabajo y papá se había estabilizado laboralmente como periodista político. Para cuando empecé a cursar la carrera de Sociología en el 2007, me regaló mi primera bicicleta de un verde platinado con un canasto donde llevaba mi mochila. Empezamos a acostumbrarnos a pedalear juntos recorriendo la ribera de Avellaneda hasta La Boca y a veces si nos quedaba energía llegábamos hasta Puerto Madero. Construíamos cautos pero astutos modos de compartir donde la palabra no ocupara el centro de la escena. Nos la rebuscábamos, el cariño empezaba a ser ese sol invernal que te da directo en la cara y aliviana un poco el frío de esos meses más duros. También yo había empezado terapia y eso movió a mi mamá del centro del esquema familiar. A los fines de semana recorriendo en bicicleta, se le sumaron los días de semana pasando a buscar a mi papá por el trabajo para ir a almorzar, las conversaciones íntimas, las conversaciones sobre sociología y política, las conversaciones sobre Racing. Elegíamos los temas de una bolsa de caramelos y degustábamos con mesura pero con pasión, y a cada paso que dábamos había más caramelos dentro de la bolsa.

Los fines de semana yendo a la popular se convertían en demostraciones de afecto muy particulares, en un partido contra Godoy Cruz una señora agitaba su bandera racinguista y sin darse cuenta me la pegaba directo en los ojos, si bien había intentado de buenas maneras señalárselo, ella y su marido se lo tomaron a pecho y mi viejo salió a los gritos a defenderme como hacía cada vez que había algún pequeño altercado. Parado generalmente detrás de mí me sostenía levemente con su mano de mi hombro derecho para que no saliera disparada en las avalanchas. La presión que hacía con sus dedos era mínima, podría haber pasado por una caricia, no llegaba a detener la locura con la que yo saltaba o gritaba durante el partido, pero estaba ahí imperceptible para que no me pasara nada malo.

A mediados del 2008, luego de un muy mal campeonato, Racing entró en zona de promoción lo que implicaba que jugaríamos dos partidos contra Belgrano de Córdoba, para definir quién descendía a primera B nacional. El partido de ida había terminado en empate y obligaba a que todo se definiera en el partido de vuelta en el Cilindro de Avellaneda. Fuimos a la cancha con mi papá, mi hermano Federico y mi prima Carla tres horas antes de que empezara el partido como acostumbraba mi papá para poder ver al equipo de reserva que por ese entonces jugaba antes que el partido oficial. Ya una hora antes de que el partido empezara la popular era un hervidero de gente. Los cantitos se acompañaban con momentos de silencio por una presión que resultaba insoportable. Si bien Racing convirtió un gol en los primeros diez minutos, retrocedió el resto del partido y Belgrano llegaba con recurrencia a nuestra área. Cuando el árbitro pito dando por finalizado el partido, la hinchada empezó a cantar “la promoción, la promoción se va a la puta que los pario”, recuerdo que canté como si mi voz fuese lo único que sostenía mi cuerpo, como si mi voz fuese instrumento de una voz mayor. Mi papá loco como estaba, lloraba de alegría, agarraba y juntaba nuestras cabezas como si fuésemos fósforos sacando chispas. Nos hundimos en la marea y nos perdimos un rato entre los cantos y el fervor de la gente. Volvíamos a ser junto con Racing parte de esa épica que dice que hay que luchar hasta el final, que no está muerto quien pelea, que la única guerra que se pierde es la que se abandona. Todos lugares comunes sí, pero el hincha de Racing puede resignificarlos en carne propia. 

La memoria es un tren carguero, y elijo este recuerdo para llevar conmigo, porque además de la pasión nos unió el miedo de perder algo que para nosotros –hinchas de Racing- era importante. Pienso en los nervios como un entramado, como un sweater de lana que en cuanto respiramos y abrimos el pecho se expande, que cuando nos abrazamos se contrae y da calor, que es sensible a los sentimientos. Pienso en el futbol, pienso en Racing como un filtro a través del cual damos y recibimos amor.

Varios años después en el 2014 salimos campeones, mi papá ya estaba en la cancha cuando llegamos con mi hermano y mi prima al estadio. A pesar de la enorme cantidad de gente que ya estaba en la popular, subimos hasta el sector de la puerta 8, el mismo al que fui por primera vez con mi viejo en el 2006. Nos abríamos paso entre la gente que nos miraba fastidiados por las pisadas y empujones que generábamos, hasta que finalmente encontramos a mi viejo. El partido se vivió con cantos enfervorizados cuando llegábamos al área rival y un silencio de tumba cuando llegaban al área nuestra. Aunque la barra intentaba que la hinchada cantara con la misma euforia los 90 minutos del partido, los nervios enmudecían las voces, hasta que de un momento a otro, volvían a explotar por la tensión acumulada. Unos minutos antes de que terminara el partido me ganaron los nervios y tuve que bajar al baño, sentía que me iba a descomponer. No aguantaba hasta el final, pero sabía que sería muy difícil volver a regresar al mismo lugar. Baje igual, cuando volví, la gente no me abría el paso, subí dificultosamente hasta arriba y cuando una persona directamente se negó a dejar que pasara, recuerdo que le dije “está por terminar el partido y me quiero encontrar con mi viejo”. El final del partido fue un abrazo que todavía dura hasta hoy, nos quedamos en la cancha mucho tiempo después del pitido final, nos apropiamos de esa victoria, nos metimos en abrazos ajenos, que también eran propios, dejamos que la alegría bailara su propia fiesta.

La épica de Racing, fue también la épica de la relación con mi papá durante todos esos años, la épica del esfuerzo, de no contentarse con solo un buen resultado, de ir por más, de saber que a veces se gana y a veces se pierde, que la victoria no es un acto minimalista sino una construcción a largo plazo. Con la conciencia de que el amor pertenece a quienes lo trabajan como dice Diana Maffía.

No podría describir el momento exacto en que la relación con mi viejo cambio, no podría poner día y año, no podría describir el momento preciso, como si fuera la explosión del big bang o la extinción de los dinosaurios, el afecto se cocina lento como el buen asado. Como los rituales, esos viernes, sábados o domingos en la popular que te dan un sacudón, pero en lo íntimo te cambian un poco, me acercaron a mi viejo porque supimos hacer de lo colectivo un lugar para lo nuestro individual. Esa despersonalización que nos unía al montón en la cancha.

No hay dios, no hay mesías, ni Racing nos vino a salvar, prefiero más bien pensar que lo dejamos pasar a través nuestro, que nos volvió más transparentes, que fue una cascada explotando contra la tierra y abriendo nuestros corazones.