¿Cómo se dinamita el rigor cartesiano del básquet, la lógica inflexible de un juego en el que las planillas son las tablas de la ley y la bendita estadística predice vencedores y vencidos con puntería de francotirador? ¿Cómo lo hizo la selección argentina? Tal vez haya que pensar de otro modo, al modo del entrenador Sergio Hernández, e inferir que si Argentina borró de la cancha a vacas sagradas como Serbia y Francia no se debe a la repetición de carambolas sino a que los argentinos son tan grosos como sus afamados rivales, solo que nadie hasta aquí había tomado registro.
De acuerdo, la imagen final no es muy inspiradora. El acorazado español sacó a pasear a Scola y sus muchachos y les ganó por veinte puntos. España parece jugar con arquero y ataca como un criminal metódico. No hace un movimiento sin causar daño. Acaso es el límite para un equipo terrenal, con una musculatura terrenal. Pero el golpazo no diluye la irrupción formidable, festiva, del equipo argentino, que terminó colgándose la medalla plateada en China.
Qué hizo la selección de Hernández, ese sereno y enérgico paterfamilias que observa a la vera de la cancha, para burlar los rígidos diagnósticos previos al Mundial, que le fijaban el deadline en cuartos de final. Existen, desde luego, explicaciones muy atinadas que remiten al proyecto, los apoyos, las estructuras. Palabras muy serias a las que quizá les falte gracia pero no razón. Habría que agregarle a esa plataforma el talento individual –con Campazzo a la vanguardia–, la poderosa voz colectiva, el apego a las tácticas establecidas, la disposición a pelear cada pelota. En fin, los atributos exhibidos generosamente en China y que distinguen a las potencias.
Pero me gusta creer que la clave escapa a la sonda de los méritos deportivos. Me gusta creer la explicación que dio Chapu Nocioni, prócer de la Generación Dorada, cuando le preguntaron por el triunfo ante Serbia. “Se veía claramente cuál equipo disfrutaba y cuál no”, dijo. Se privó de hilar fino en el partido. Lo determinante entonces es el modo de estar en el básquet y de absorber los protocolos del gran escenario internacional. Te proponés ganar por obligación contractual o, como en el caso argentino, según Nocioni, te entregás al placer del juego –la aventura de la cofradía– como única garantía de llegar a buen puerto.
El actual seleccionado es heredero cabal del ethos del equipo que obtuvo el oro en los Juegos Olímpicos de 2004. Tira fajas, caños y otras ligerezas propias del estado de diversión y, micrófono mediante, también reivindica el goce como el patrimonio esencial del deporte a cualquier nivel. “¿Viste cómo jugamos?”, le preguntaba, con el pecho inflado, Laprovittola al notero de la televisión después del partido con Francia. De la forma –antes que del número– procede la alegría en la victoria.
Para ratificar la sucesión sin contaminaciones se quedó Scola, que además de predicar el estatuto romántico redactado por la Generación Dorada todavía la rompe. Y estuvo entre el público, en los últimos partidos, Manu Ginóbili, héroe ecuestre del básquet nacional, otorgando su bendición. El largo abrazo entre ambos fue el racconto más perfecto que se le podía ocurrir al guionista.
No sé si el espíritu estudiantil, el jolgorio responsable –digámoslo así– es el gran anabólico de este equipo. Si, en efecto, la obstinación lúdica lo condujo al podio. Pero está en el centro de la narrativa de las últimas dos décadas. Narrativa que, también de manera unánime, nos dice que la creación de la Liga Nacional, a mediados de los ochenta, fue el Big Bang del básquet moderno en estas pampas.
Por razones ajenas a la etimología y la semántica, la palabra relato sufre el ninguneo. Se la trata como sinónimo de cuentito, versión interesada o mentira. La confusión es voluntaria, tiene un origen y un destino políticos, un matiz de revancha. Pero los relatos, en todos sus tamaños, presentan la visión articulada de un mundo. El básquet argentino viene elaborando el suyo con soberbia coherencia. Viene, en consecuencia, perfilando una identidad, tema tan meneado en el deporte y que suele limitarse a la discusión sobre los sistemas de juego. En especial en el fútbol, que supo situar su fundación en el potrero imaginario y ahora sólo discute cómo se rodea al número diez para volver a ganar un título.
Al igual que con cada éxito deportivo, el flamante subcampeón desató la fiebre comparativa. “¿Por qué los argentinos no podemos funcionar del mismo modo en el plano político?”, reflexiona Adrián Suar, en una especie de carta abierta, en alusión al abrazo de Scola y Ginóbili y a la solidez de ciertos proyectos deportivos, en contraposición –¡cómo se la iba a perder!– a “la grieta”. Dudo de que los procedimientos de un seleccionado se puedan extrapolar sin anestesia, a gusto del consumidor y envasados como una moraleja. Los aciertos deportivos no pueden esconder la complejidad social y política, por mucho esmero y creatividad que se invierta en la interpretación. Nuestro problema no es la falta de abrazos o que recelamos del otro como vecinos envidiosos. Ya lo sabés, Suar, no te hagas el inocente. Por suerte, como bien señaló Lacan, la pelota no se mancha.
Nota publicada en La Agenda Revista