En momentos en donde la ciudadanía se ve acosada por la crisis económica, cuando los precios de la comida se van hacia las nubes y cuando se discute en el Congreso sobre emergencia alimentaria, el vínculo que el Poder Ejecutivo tiene con la realidad se manifiesta en poner un aro de básquet en un balcón de la Casa Rosada.

La sensación que a uno le queda al ver esa novedad matutina es bastante cercana a la vergüenza ajena.

Creo que cada uno de los argentinos que decidió seguir la campaña del equipo de básquet se sintió orgulloso del esfuerzo de esos jugadores. Aún con la derrota ante España, nada puede opacar las sensaciones placenteras que nos entregaron durante un par de semana esos 12 pibes y el cuerpo técnico.

De allí empezaron a surgir debates ridículos, como la comparación entre el fútbol y el básquet, casi todos llevados adelante por periodistas deportivos que se dedican al fútbol y que, en su gran mayoría, califican como fracasos a los subcampeonatos de Argentina en la Copa del Mundo de Brasil y las Copas Américas de Chile y Estados Unidos. O, es más, también se debatió sobre si la actitud de los jugadores podría ser el punto de partida para terminar con la grieta. Como si tirar triples correctamente hacia un aro de básquet  se pudiera comparar con realizar políticas públicas apropiadas para el común de la gente. Hay una nota de Adrian Suar que pueden buscar en la web que apunta para ese lado. 

Transferir las sensaciones de un deporte a otro es imposible. Es como comparar peras con heladeras. Se deben analizar por separado. Como seguramente va a pasar en unos días con el Mundial de Rugby. O con cualquier otra disciplina que aparezca ocasionalmente en el calendario deportivo.

Pero lo más gracioso o patético, según el punto de vista, es: ¿puede uno imaginarse que una docena de jugadores de básquet son los pilares para terminar con dos siglos de historia de divisiones en la sociedad argentina? El planteo es, cuanto menos, disparatado. La grieta, o como la quieran llamar, existe. Es. Y no se va a terminar jamás porque la lucha de clases es inherente al capitalismo. Y están los que la tiene toda, los que de a ratos consiguen algunas cosas  y los que no tienen nada. Y no hay forma de compatibilizar esos intereses, esas realidades. Están los que piensan que la forma de seguir adelante es cristalizar las diferencias (y que cada uno se salve como pueda amparado en la meritocracia, entre otras cosas) y los que creemos que hay que tender hacia una sociedad más justa, con un reparto más equitativo de la riqueza. Y que ese corte se debe realizar desde el Estado, desde políticas públicas que equiparen las diferencias y otroguen igualdad de oportunidades para todos y todas. Y no hay forma de ponerse de acuerdo. Ellos están de un lado y nosotros del otro. A lo que hay que aspirar es que cada uno defienda sus ideas, siempre irreconciliables, desde la aceptación de las diferencias y en paz. Es lo máximo que podemos soñar.

Por eso, mientras en una fuerza política que muy pronto va a competir en las elecciones para obtener la mayoría que le permita gobernar el país, se discute cómo saldar la deuda impagable que deja el macrismo, cómo hacer para llegar a acuerdos básicos que nos permitan surfear esta nueva crisis, cómo poner en marcha otra vez a la Argentina y tantísimas otras cosas; desde la otra orilla, desde la otra fuerza política, se elije colgar un aro de básquet en un balcón de la Casa Rosada como si esa fuera la solución de todos los problemas. ¿Simplismo? ¿Estupidez? ¿Cinismo? Tal vez un poco de cada cosa.

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