Me gusta el fútbol. En realidad, me gusta mucho y ha sido una parte importante de mi vida. De chico no solamente era bastante bueno jugando sino que coleccionaba obsesivamente el Marca (un diario español que aún existe), juntaba figuritas y muchos domingos me los pasaba con la radio en la oreja y anotando los resultados de la jornada.
Ya en la Argentina, escuché a Víctor Hugo Morales y a su equipo casi religiosamente, me conmoví con los cuentos leídos por Alejandro Apo y seguí con interés el campeonato argentino tanto como algunos partidos extranjeros. A pesar de que prácticamente no miro televisión, me rindo a la tentación de una pantalla mostrando goles.
Hasta ahí, imagino que muchos de ustedes se deben sentir identificados, ¿verdad?
Bueno, vamos a lo extraordinario: no soy de ningún equipo. No siento fanatismo por un club. A lo largo de mi vida me he alegrado con las victorias de River, Atlético Madrid (jugaban ahí varios argentinos), Barcelona (época de Maradona y Menotti) y Real Madrid. Ya de vuelta en Argentina, pasé por Racing, Quilmes, Independiente, Banfield y siguen los nombres.
Esta multiplicidad de camisetas prueba que ninguna me identifica tanto y que, en realidad, lo que sí me identifica es el puro fútbol: la expresión deportiva en sí, la emoción del trabajo grupal, el fútbol como excusa para hablar de la ética y de la justicia. Entonces, gracias a esta poligamia, puedo disfrutar simultáneamente con diferentes jugadores, camisetas y hasta entrenadores, y sin perder por eso ni un ápice de mi pasión.
No comparto la costumbre del insulto y la agresión como rito futbolero, y me entristece observar como actitudes deleznables y en muchos casos criminales se han apropiado de lo que se ha dado en llamar el folclore del fútbol. ¿A qué llaman folclore? ¿A un grupo de desaforados que golpean un bombo, prepotean a la gente, van armados a la cancha, entran sin pagar, se pasan dos horas cantando que están dispuestos a matar y violar a cualquiera que no profese sus colores? ¿A eso llaman folclore del fútbol? Si es así, es hora de cambiar de género musical.
Se me podrá decir que exagero y sin embargo el límite entre el hincha común (amante encendido pero al fin y al cabo un ser humano cívico) y el vándalo es cada vez más difuso. La brutalidad, escondida detrás de la máscara mentirosa de la pasión, campea por todo lo alto. Cualquiera que acuda imparcialmente a un estadio puede dar fe: espectadores rasos cantan a viva voz, y con sus hijos subidos sobre los hombros, que “somos los muchachos de la cocaína, tenemos fierros y a la salida los vamos a correr… son todos negros y paraguayos” y otros versos por el estilo.
¿Sabrán estos hombres qué están diciendo? No sé qué respuesta es peor, pero el contagio veloz distribuye la enfermedad y casi todo se reduce a una batalla ignorante y estúpida. Y en ese cambalache, la corrección aparece opacada. Ya a casi nadie se le ocurre aplaudir a un jugador que devuelve deportivamente una pelota al contrario. ¿Les parece ingenuo? Bueno, a mí me parece triste, porque esta actitud habla de una degradación y el fútbol es una expresión de esta degradación.
Amo el fútbol. Constantemente imagino que defino un partido histórico. Disfruto y lloro abiertamente con las anécdotas y los episodios futboleros, con los innumerables ejemplos de tesón y entrega que ofrece el mundo de la pelota: la vuelta a las canchas de Márcico después de su enésima lesión, el caminar hidalgo al borde del área del Mariscal Perfumo, las pequeñas historias del fútbol chacarero, los recuerdos de las glorias de épocas pasadas, la vuelta al campeonato local de Simeone o las lágrimas del Kily González abrazado por Marcelo Bielsa. Todo eso y mucho más me conmueve.
Creo, además, que el fútbol (como el tráfico y la educación vial) nos ofrece una oportunidad única para crecer como personas y como sociedad: su existencia genera tal expectativa que cualquiera de sus actos marcan favorable o desfavorablemente a millones de seres.
Cada acción futbolística, de sus protagonistas o de sus espectadores es un ejemplo poderosísimo, y el fanatismo cavernícola, (“el malo”), no hace otra cosa que minar esta posibilidad. El otro fanatismo (“el bueno”), me alimenta y hace que mi pasión y la de tantos otros, por suerte, siga viva.
Publicado en el número 1 de Un Caño. Junio de 2005.