1.

Llevo tres días pensando si escribir o no esta nota. Una década escribiendo sobre Bielsa, sobre el valor de elegir una forma de actuar extremadamente arriesgada, una forma que defiende atacando y da la vida por meter goles, para terminar perdiendo porque se descuidó la defensa. El vértigo de la muerte anunciada, el miedo de la sábana corta, la esclavitud de los principios. Años escribiendo sobre la lógica de amar un juego que tiene que hacerse un hueco en el infinito mar del fútbol mercantilizado, como un niño sonriente con su pelota, que no piensa dejar de jugar, en el medio de una reunión multinacional, rodeado de inversionistas del petróleo, las farmacéuticas y el armamento.   

Después de días pensando, decidí que no, que no iba a escribir nada, que una filosofía de vida tan sufrida como la bielsista siempre me sacaba letras en la derrota, esperanzadas letras en el medio de la amargura, letras que justificaban la razón del ser bielsista y sufrir a lo pavote, letras que explicaban por qué nunca sería hincha de un Boca o un River, ni formaría parte de la prepotencia de los equipos grandes. Ahora, en el medio de la alegría, ahora que por primera vez llegó esa cosa tan ajena llamada triunfo, esa herramienta tan ruin que usan los insensibles para hacerse valer, esta vez, esa cosa de tan dudosa moral y procedencia, nos daba la razón. Había que aprovechar, descansar, sonreír y no escribir una sola palabra.

Desde que conozco a Bielsa, nunca había pasado eso. Los triunfos significaban el cumplimiento de metas autoimpuestas. No eran metas consideradas por la FIFA, la AFA, la PAPA, ni por el miserable dirigente o el sangriento periodista. No era ganar un campeonato lo que nos daba la razón, sino el intento de ser lo que queríamos ser, en el medio de lo que no queríamos que fuera. Como un niño con su chupetín sacándole la lengua al jeque del turbante. Y claro, cómo vamos a ganar un campeonato si Bielsa siempre agarra equipos chicos. Ridícula la acusación de los necios que nos dicen, socarrones y altaneros, que nuestro Bielsa nunca gana nada. Y claro, no gana nada porque está buscando otra cosa.

No ganamos nada con Chile pero inventó la selección más hermosa del siglo XXI, no ganamos nada con el Athletic pero bailamos al Manchester United en su casa y bastó para que los vascos hayan conocido lo que era una máquina de fútbol, riesgo, valentía y belleza. Después Falcao nos metió la pelota bien por el orto y a llorar a la iglesia. Con el Olympique de Marsella lo mismo, una ciudad entera bailando al ritmo del loco cuando venían de la tristeza. Y un día llegó al Leeds y tras dos eternos años de frío, ganó un campeonato.

Ahora los necios, los amantes del oro incrustado en los trofeos, brillan por su ausencia. Esos mercenarios que abundan y que han ido fortaleciendo con los años la idiosincrasia del país triunfalista, esos que exigen triunfos y se alegran de que Bielsa esté lejos, pero no saben qué hacer con su selección que hace años juega como el orto; esos que mastican bronca porque su país, ese país tan incomparable, es un país olvidado, que vive de recuerdos bilardistas y de maradonianas reivindicaciones antibritánicas; esos que fortalecen la idiosincrasia de un país fanfarrón que se odia a sí mismo mientras dice que se ama. Esos mercenarios que han fortalecido la mentalidad exitista que se burla de que Bielsa nunca gana nada y se olvidan, o dicen que se olvidan, que Argentina ganó su último campeonato oficial cuando el entrenador era justamente Marcelo Bielsa.

Cuestión que no quería escribir esta nota pero me pican los dedos y no puedo lavar un solo plato, ni cambiar un solo pañal de Martina sin dejar de pensar en todo lo que hubiera dicho si la hubiese escrito. Y claro, si voy a escribir aunque no escriba, mejor escribo.    

  1.  

Hace tres meses, cuando nació mi hija Martina, no sabíamos el sexo que le tocaría. Preferíamos la sorpresa, sin saber que el mundo nos tenía preparada una sorpresa más grande: la de un virus que aún pulula por ahí y que suspendería todas las ligas del mundo, incluida la eterna Championship inglesa. Una liga que no solo tiene el campeonato más difícil del mundo por lo largo y lo parejo, sino porque a los sudacas nos toca verlo por Roja Directa, esa horrible página trucha, siempre entrecortado, en esas mini pantallitas a destiempo, que cuando pinchás para hacerla grande te aparecen páginas de apuestas y minas en bolas, todo eso en el espantoso horario de las siete de la mañana. Y era el segundo año seguido que le metíamos virus a nuestras computadoras por ver al equipo de Bielsa que, a decir verdad, juega bien pero no tanto, y que así como a veces hace cosas hermosas, otras es un verdadero suplicio. La ansiedad por subir a la Premier era insoportable cuando el día 7 de marzo se suspendió el campeonato. Dos semanas más tarde nacería mi primera hija, que al no tener sexo no tenía nombre, por lo que mis amigos Sallato, Sabatini y Larraín, la bautizaron Leeds. Solo faltaba que el Leeds real subiera a primera para que la bromita fuese recordada con cariño y no como un enorme dolor de huevos. Ahora compramos a Medel, Alexis, Vidal, sacamos a Valdivia del geriátrico y lo retiramos a Mourinho con un bailongo bien dado.

Cuestión, que fueron dos años de mucho sufrimiento y pantallas pequeñas a la madrugada, todo por algo que no nos compete del todo, por un equipo del norte de Inglaterra, integrado por unos jovencitos post adolescentes, blanquitos impulsivos, que no nos generan ningún tipo de empatía. Una extraña experiencia vivida con mucha intensidad, que explica y caracteriza el universo de aparentes contradicciones que implican quererlo a Bielsa.

  1.  

Hace un tiempo y no recuerdo dónde, Bielsa intentaba enumerar qué cosas eran imprescindibles para el fútbol, y llegaba a la conclusión de que lo único importante eran los jugadores y los hinchas. Después, planteaba la diferencia entre hinchas y espectadores. El hincha es el apasionado que acompaña, en las buenas y en las malas, ese que le inyecta amor y pasión al juego. El espectador, en cambio, es ese que meramente mira, observa y disfruta o no del juego, pero que no se apasiona. Y ahí, en el medio, entre una cosa y otra, aparece el bielsismo como una excentricidad sin lugar posible, siempre en el terreno de las aparentes contradicciones. Un especie de Escher del fútbol con sus interminables contradicciones lógicas.

Cuando la pasión, esa cosa que parece tan hermosa, deja de ser amor para convertirse en un violento y obtuso fundamentalismo irracional, por unos colores y una bandera y se olvida del niño que ríe, para limitarse a agitar las neuronas deseosas de triunfo, aparece, como dice mi amigo Juan Ángel Mondino (que me está dictando esta nota por audios de WhatsApp), “el hincha de la idea”. Aparece una comunidad de dementes dispersa por el mundo que se apasiona por una idea que todo el tiempo intenta ser racional para construir una estrategia de juego que genere sonrisas. Es decir, una razón que genere pasión. Y nosotros, los bielsistas sueltos por el mundo, iconoclastas sin centro de gravedad, terminamos formando parte de una comunidad abstracta que se apasiona por algo que no es el color de la camiseta, que no se trasmite de generación en generación, que no es ritual, que no es folclore, que no es sanguíneo, ni religioso: que es, simplemente, el extraño hecho de apasionarnos por algo que pensamos.    

Los hinchas de la idea, aburridos de nosotros mismos, de nuestros colores sanguíneos, de nuestros amores barriales, de nuestros mandatos familiares, de nuestros discursos repetidos, de nuestra patria, nuestro idioma, nuestra bandera, nuestra tierra y nuestros muertos; agotados de Messi, de Maradona, de Bilardo, de Menotti (el peor de los bilardistas), del Apertura, del Clausura, de Boca, de River, del pueblo vacío vapuleado por la demagogia; hartos de los héroes, del gol con la mano, de las Malvinas, de las batallas simbólicas y los rebeldes de palo, decidimos, mejor, vivir la vida de los otros y mutar de color, siempre bajo un pequeño puñado de ideas: atacar mucho y luego, recuperar la pelota. Lo que importa no es el triunfo, sino el juego, y si jugando queremos ganar, lo que importa no es triunfo, sino la nobleza de los recursos utilizados. Por eso, después de ser argentinos fuimos chilenos valientes, después vascos independentistas, después franceses musulmanes de segunda generación y finalmente, ingleses working class, que corren desesperadamente para todos lados. Y después de dos años de pantallas pequeñas y páginas de apuestas y minas en bolas que se desplegaban con un peligroso clic, terminamos queriendo a un equipo que había bajado a la segunda división hace 16 años tras una crisis provocada por unos tránsfugas y que necesitaba volver a la primera para poder respirar de nuevo. Se aprende más viviendo la vida de los otros que repitiendo la formula propia. No han nada más absurdo que la necedad de seguir siendo uno mismo.

4.

En un movimiento silogístico, dice Mondino (después le voy a preguntar qué quiso decir con eso), este campeonato viene a desmentir el triste argumento del “nunca ganó nada”. Este triunfo nos permite jugar en el terreno de nuestras convicciones, y de paso, jugar en el terreno de los que miden sus vidas por las valoraciones ajenas. Este campeonato nos permite dar la batalla en el terreno del enemigo, el terreno del resultado. Y ahí se da la primera y ontológica contradicción del bielsismo: la de querer jugar a un juego con reglas propias en el terreno del deporte híper profesionalizado, bajo las reglas hegemónicas del mercado más despiadado. Ese terreno que premia la mediocridad de rescatar unos puntitos y penaliza la irreverencia. El principal objetivo no es ganar, sino ganar bien. Si pierdo bien, entonces, quizás gane también. Y ahí es donde el barómetro de lo hegemónico se caga de risa de nosotros y se va con sus millones a otra parte. Y nosotros quedamos ahí, pobretones y orgullosos de nuestras hazañas incomprendidas.

La nuestra es la batalla por las formas y las convicciones, nosotros proponemos esto, si te gusta bien y si no, el trofeo te lo podés llevar a tu casa que no pasa nada. No vas a ser más feliz. Vas a sufrir rodeado de oro y estarás solo entre la multitud, y una vez finado, te irán a ver, como decía Panzeri, “los que quieren ser vistos”. Sin embargo ahora, jugando con nuestras armas, ganamos incluso en el terreno de las valoraciones ajenas, esas donde solo importan los números. Ganamos en el terreno del enemigo, con las reglas del enemigo y las convicciones propias. Pasa poco pero pasa y cuando pasa, pasa mejor.

Tan extenso es el terreno de la contradicción, tan inmensa es la distancia entre el juego y el triunfo que, casi irónicamente, este Leeds ganó sin jugar. Subió a la Premier el viernes 17 cuando perdió el West Bromwich Albion y salió campeón el sábado 18 cuando perdió el Brentford. Como si fuera que, en definitiva, el momento final del triunfo está dado por la retirada. Si cuando jugamos, no jugamos para ganar, entonces, para ganar necesitamos estar fuera del terreno de juego. Como no está en nuestra psiquis el jugar para obtener el triunfo, cuando estamos a punto de obtenerlo, nos desmoronamos. Tal desmoronamiento le sucedió al Leeds en el partido anterior a ser campeones, un partido espantoso que le ganaron por un gol suelto de Hernández a uno de los colistas; tal desmoronamiento le sucedió al Leeds el año pasado cuando tenía que empatar de local contra el Derby County para pasar a la final de los playoff y perdió 4 a 2; tal desmoronamiento la sucedió al Athletic de Bielsa cuando perdió la final de la Europa League contra el Atlético de Madrid; tal desmoronamiento le sucedió el mismo año al mismo equipo contra el Barcelona en la final de la Copa del Rey; tal desmoronamiento le sucedió al Chile de Bielsa en los octavos del Mundial 2010 contra la selección de Brasil; tal desmoronamiento le sucedió a la selección argentina de Bielsa cuando perdió contra Brasil la final de la Copa América del 2004; tan desmoronamiento le sucedió a Newell’s cuando perdió contra São Paulo la final de la Copa Liberadores del año 92. Así, la colección de desmoronamientos en finales de los equipos de Bielsa que saben jugar pero no ganar. Por eso esta vez ganaron cuando no estaban jugando, porque si necesitan jugar para ganar, no lo van a saber hacer.  

5.

Hace 42 años que Dante Panzeri se retuerce en su tumba. Hoy debe estar contento. Murió de mala sangre por defender el carácter lúdico del juego, por defender la alegría de un deporte que se convertía en trabajo y hoy, quizás hoy, esboce una disimulada sonrisa porque el equipo de Macelo consiguió algo terriblemente disruptivo, jugar a la pelota.

Ahora, esta vez, la nobleza de los recursos utilizados, además de noble, fue eficaz. Algún día cercano dejará de serlo y nosotros seguiremos siendo nosotros, felices derrotados al costado de la cancha, convencidos de ser quienes somos. Lo que pase en el terreno del enemigo, en el terreno de los solitarios que viven rodeados de copas, no es problema nuestro. O somos parte de la solución o no somos nada. A nosotros, con tal de que nos devuelvan la infancia cada tanto, la posibilidad de imaginar y mantener de nuestro lado de la cancha la ilusión de que no todo está perdido, nos basta y nos sobra.