“Lo que Bielsa hizo contra el Aston Villa solo lo sabe él, y tal vez ni siquiera.
La batalla se juega en el terreno de las interpretaciones.
Lo que hizo fue un gesto de altura, de defensa en el potrero, ahí donde cada uno puede y debe poner en juego sus propias reglas.
¿Vas a seguir llorando? Pues tomá. Tomá tu gol.
Yo me quedo parado, gil. Dale, andá y hacelo. Gilastrún”.
Juan Ángel Mondino, filósofo del potrero.
La hipocresía es, sin duda, el peor de los males sociales. Hay males a montones, pero ninguno tan extendido y tan incorporado al actuar cotidiano como la hipocresía. Es esa pequeña herramienta que nos ayuda a dar una imagen frente a los demás; el dispositivo de adaptación por excelencia en sociedades clasistas; la llave para pertenecer a esos espacios que nunca te aceptarían tal cual sos; la forma de aceptar todos los mandatos sin decirlo; la clave justa para parecer buena persona sin necesidad de hacer nada por serlo.
Diría que es la madre de los pecados capitales, de los cuales, extrañamente, no forma parte. Podría asegurar que en el mundo hay mucha más hipocresía que lujuria, ira, soberbia, envidia, avaricia, pereza y gula. Pero mucha más. Es una moneda de cambio con un inmenso valor de uso en la vida cotidiana; útil y práctica, como pocas cosas. Los otros pecados no son tan fácilmente aplicables. La hipocresía es una herramienta virtuosa por su capacidad de adaptación. Se acomoda en todas las situaciones de la vida. El resto de los pecados requieren situaciones más concretas, o más extremas, y son más susceptibles de ser juzgados socialmente. La hipocresía está, pero no se ve. Todos la sentimos pasar a nuestro lado, está ahí todo el tiempo, pero tiene una inusitada capacidad de camuflaje. Es como si estuviese siempre por ahí, rondando, pero al voltear a verla ya no está. Se fue. Así, chimpún. Es extraña. Es camaleón pero también es cínica. No es evidente, pero se hace notar. Es como si se riese de nosotros. Es una fuerza inmune e impune. Maligna pero imposible de juzgar. No hay ni presos ni detenidos por uso o abuso de dicho mal. Solo abundan los sospechosos pero no hay abogado capaz de encontrar el inciso correcto para aplicar la ley.
En el fútbol siempre hubo mentira y siempre hubo trampa. Siempre se simularon faltas, siempre se pidieron faltas que no son. Por norma, los jugadores y los hinchas dicen, piensan, simulan y mienten, a favor de su equipo. Siempre. Todos los hacen y todos saben que lo hacen, y nadie se avergüenza porque se dio por asumido, desde el primero de los días, que el fútbol es así y punto. Esa idiotez atómica que dice que lo que pasa en la cancha queda en la cancha, es la que permite que durante esos 90 minutos tengamos la venia de dios para ser las peores personas del mundo.
Sin embargo, un día llegó una idea brillante del más allá, un pacifico milagro traído al mundo por los reyes del doble discurso. Un concepto divino gracias al cual todos nos convertimos, por decreto, en buenas personas: el fair play. Un millonario grupo de empresarios, monopolio del crimen organizado en el negocio del fútbol, llamado FIFA, creó un concepto para que todos los malos pudiésemos ser buenos, y los buenos malos. El fair play institucionalizó la mentira, convirtiéndola en hipocresía. Desde ese día, ya no se sabe quién es quién en este hermoso juego tan lleno de traidores.
Esa encantadora manga de temibles secuaces, grupete de empresarios que compiten en niveles de corrupción solo con la industria de la guerra y la de los farmacéuticos, inventa el fair play y nos enseña a nosotros cómo comportarnos. A pesar de sus prontuarios y sus juicios en espera de sentencia, ellos se convierten en ejemplo de ética y civilidad. La cultura friendly y bonachona impuesta desde arriba, se hace costumbre en los de abajo y, de un día para otro, esos millones de hinchas que pedían falta cuando no era, que puteaban al árbitro cuando marcaba algo en contra de su equipo, sin importar si era correcto o no, esa muchedumbre de hinchas apasionados que tiraban agua solo a su molino sin importar justicia alguna, un día, así de sopetón, abogan por el juego limpio y se convierten buenas personas. El fair play se torna el confesionario de todos los mentirosos del mundo; y olvidados todos los pecados.
Así funcionan los mecanismos de doble discurso, amparados en la moral y las buenas costumbres. Normalmente era la Iglesia la que imponía los criterios y los fieles iban aparentando su cumplimiento hasta que dejaban de hacerlo. De la Iglesia a la democracia, de la democracia al gobierno de los medios, y entre medio de tanta cosa, la FIFA y sus bondades.
No existe norma tácita más absurda que la de tirar la pelota afuera cuando cae un jugador en la cancha. Si hay un muerto que lo pite el árbitro, si no, somos presa de una ambigüedad sin límites. Somos presa de los poderes de simulación impuestos por las buenas costumbres. No he escuchado nada más falso en mi vida que los aplausos en los estadios cuando alguien comete fair play. No les creo nada. El mismo tipo que hace unos segundos gritaba “¡Morite, negro hijo de mil putas!”, ahora es un gentleman con sombrero de copa. ¡Tomátelas! No te creo absolutamente nada. No me cabe duda alguna que ese aplauso, el del vecino racista y el generalizado, es una forma de aparentar todo lo que los aplaudidores no son. La cancha de fútbol fue el mejor lugar para mostrarse como buena gente ante los demás hasta que apareció el bendito féisbuc y los comentarios a los posteos lo superaron, pero de eso no vamos a hablar hoy.
En fin. Todo esto para decir que me parece que lo que hizo Bielsa al pedirle a sus jugadores que se dejaran meter un gol para “devolverle” el que ellos habían metido, no fue una reivindicación del fair play sino un gesto irónico para decirles a todos los llorones del Aston Villa que se dejen de hinchar los huevos y se vayan a la conchadesumadre. Una forma de decir que si le van a seguir rompiendo los huevos y los va a tener que aguantar toda la semana en su papel de víctimas, pues entonces mejor nos empatamos a nosotros mismos y así dejamos de escuchar sus estridentes lamentos. Disculpen los insultos pero eran necesarios. Por algo no escribo de ballet o de ópera.
No fue un ejercicio de juego limpio, fue un ejercicio de dignidad. El periodista le preguntó a Bielsa tras el partido si pensaba que el Leeds debió haber sacado la pelota de la cancha cuando estaba tirado el jugador del Aston Villa y Bielsa no dijo que sí. Dijo simplemente: “Mire, los hechos son los que se vieron, y la interpretación de los hechos la expresamos a través de la decisión que tomamos”. No por nada, después del empate, no fue a darle la mano a John Terry, entrenador del otro equipo, sino a mandarlo bien a la mierda y decirle, no sé en qué idioma, algo que en mi barrio significa “Tomate el palo, forro, o a llorar a la iglesia”, o algo así. Lo que hizo Bielsa no fue políticamente correcto, fue correcto, y punto.
Estoy seguro de que cuando Bielsa vio que el Aston Villa aceptaba la devolución del gol, fue el hombre más feliz del mundo. Creo que Bielsa, en su extraño fuero interno pensó que no lo iban a aceptar. Creo que fue, entre tantas cosas, una provocación. Pero la aceptaron. Como quien acepta que le den ventaja.
Hay pocas cosas más raras que devolver un gol, pero, todo hay que decirlo, pocas cosas más humillantes que aceptarlo. Bielsa sabe que Terry y casi todo el resto de los mortales no entendieron realmente qué estaba pensando ahí. Creo que se rió en silencio y en su cara, de todos los gentleman del mundo, de su limpieza y de su honor. Creo que pensó: “Yo no juego a lo mismo que ustedes, por eso les devuelvo su gol”.