Para ir al extremo, al verdadero confín de la lógica deportiva, no habría que haber jugado más. Deme la pelota, gracias por todo, vayan a casa, ganó River.
Pero no. Siguieron. Vaya uno a saber por qué. Porque el fútbol es impredecible y podían pasar muchas cosas. Pero pasó lo que pasó, y es lo que debía pasar, o lo que todo el mundo pensó que pasaría.
Habían pasado treinta segundos y Rojas le metió un zacudón de papafrita a Meli, que le ganó indiscutiblemente la pelota con un toquecito justo adentro del área. Suficiente como para que el volante de River lo calzara a él en lugar de rechazar. Penal. Clarísimo. Indiscutible, diría. Pero tan temprano que daban unas ganas locas de discutir.
Apenas 30 segundos y el mundo de River se venía abajo. ¿Qué hacían exactamente Ponzio y Vangioni gritándole descaradamente a Delfino? ¿Demostrando hombría a la tribuna? ¿Buscando que el referí diera vuelta su decisión?
Más bien parecían representar la impotencia colectiva de un estadio completo sin un hincha visitante, que se moría de ganas de protestar lo que sabían justo, porque… no va a cobrar ese penal, ¿no?
Sin embargo, sí. Lo cobró. Y ahí arrancó el final. Fue ahí cuando Gigliotti, el tipo que iba a arrancar como suplente en caso de que jugara Chávez, agarró la pelota para patear. (¿No les llamó la atención? ¿Por qué no otro jugador? El Cata Díaz, quizá, con su experiencia. Calleri, acaso, que venía de meter un doblete. Colazo, por pegada. No sé, otro). Y fue ahí que Gigliotti prefirió no cruzarla. Y fue ahí que Barovero estiró una mano que será recordada para siempre como el signo fundamental de este River-Boca. Y fue ahí que la gente se sacó la garganta festejando como si hubiera habido un par de goles juntos.
Porque River identificó de inmediato que la serie se había terminado. Para ser sincero, creo que también lo hizo Boca. La sensación es que el penal iba a ser definitorio de cualquier manera. Es difícil ser contrafáctico, pero creo que si Gigliotti metía esa pelota, River no iba a poder con el golpe anímico y la obligación de marcar un par de goles. Bastante le pesó la desesperación incluso cuando estaba ganando.
Sin embargo el 0-0 apareció por primera vez con el signo invertido después de la tapada de Barovero. Tomó un matiz positivo, que invitaba a una posibilidad. Daba aire, daba energía, daba ánimo.
Fue ahí que se terminó todo. Treinta segundos de partido. El resto fue lo que vino después de un penal que, como la gallinita de Tevez o el arañazo de Gallardo o el gol de Nasuti en aquella semifinal de Libertadores 2004 va a marcar en la memoria colectiva este hito futbolero.
Con un agregado: cada protagonista de esa acción salió marcado del momento. El arquero de River con un agrande que le permitió frustrar otra acción clara al nueve de Boca. Y el delantero con algunas dudas que lo llevaron a desperdiciar las otras dos ocasiones más claras para su equipo.
Y estuvo bien que por una vez el héroe de versión completa fuera Barovero. Que Trapito, que Pan Triste, que poco carisma, que cara de oficinista, que se manda macanas. El tipo sacó el pecho por los suyos y demostró que no hay nada más valioso que el hombre común. Por suerte los televidentes -que no votan para nada mal las figuras de cada partido- lo eligieron como el mejor. Un acto de sapiencia deportiva. Ellos también supieron ver el partido. No hacía falta el mano a mano posterior: esa única participación les salvó el pellejo a sus compañeros más habladores.
Pueden decir que fue suerte, ensalzar la eficacia, conjeturar que River ganó a lo Boca (esto último una soberana zoncera). Pero todo pasó ahí. En un penal, en doce pasos, en una patada de Rojas, en un par de amarillas, en la protesta excesiva, en el delantero quejándose de un laser, en el arquero yendo hacia adelante y hacia atrás, el brazo derecho arriba, en la pelota desviada, en el grito de locura de los que se salvaban, en Gigliotti abriendo el pie, agarrándose la cabeza. En treinta segundos.
Fue ahí que se terminó todo. Treinta segundos de partido. El resto -gol de Pisculichi incluido, la emotividad, y el despliegue de Sánchez, y el par de ataques de River, y lo bueno que hizo Carrizo en el primer tiempo, y los mano a mano del Puma, y el canto por la victoria, y los fuegos artificiales- fue lo que vino después de un penal que, como la gallinita de Tevez o el arañazo de Gallardo o el gol de Nasuti en aquella semifinal de Libertadores 2004 va a marcar en la memoria colectiva este hito futbolero.
No fue Maracanazo, ni Monumentalazo, ni ningún azo realmente, ni siquiera partidazo. Quizá haya un sustantivo, solo uno, que podría darle nombre al encuentro si no tuviera significado asignado: Penalazo.