BUENOS AIRES — No hay nada más tremendo para un espectador neutral que la falta de tensión competitiva. Se conocen de sobra esos partidos: cuando un poderoso se enfrenta con un seleccionado menor y logra romper la paridad inicial con un gol en los primeros minutos.
Después de ése, caen otros, varios, muchos. El partido se rompe y entra en un cauce natural que solamente puede generar desinterés en el que buscaba un atractivo deportivo. Anomia. Abulia. Aburrimiento.
Pero cuando los involucrados son Brasil y Alemania, en una semifinal del mundo, lo que sucede exactamente contrario. Porque cae un gol temprano y el león herido sale a buscar su presa para devolverle el mordisco. Y sale tan descuidado, tan distraido, que sufre, y sufre, y sufre, y sufre. Y muere antes de empezar a pelear.
Lo que se arma, entonces, es una catástrofe futbolera que tiene el mismo efecto que cualquier catástrofe: la cualidad de dejar a todo el mundo con alguna sensación, excepto indiferencia. Algunos quieren mirar de cerca, encerrados en el morbo. Otros se angustian y no pueden siquiera ojear la pantalla, el escenario de la masacre. Es un choque brutal en la autopista de la normalidad: algunos autos siguen de largo, aliviándose porque no les pasó a ellos. Otros desceleran por curiosidad. Se acercan a los vidrios rotos.
Pero todos, para bien o para mal, están profundamente conmovidos.
Entonces aparecen los brasileños llorando en las tribunas por descreimiento, melancolía, dolor, pavor, pesadilla. Y se paran, se van del estadio.
Y figuran los otros, los contra, que se alegran con la desgracia ajena sin importarles cuán onda sea esa herida, que se transforma inmediatamente en histórica, en algo de lo que todo el mundo hablará, siempre.
Y salen de cualquier sitio los que elogian desmesuradamente a Alemania, por su toque, por su manejo, por su precisión, por su contundencia. O los que castigan exageradamente a Brasil. Por su tibieza, por su falta de respuesta táctica y anínica. Como si se pudiera juzgar un momento eterno por las circunstancias pequeñas que lo llevaron a ocurrir.
¿Cómo se hace para valorar a Kroos, a Müller, a Schweinsteiger? ¿Para hablar de algún error de Marcelo, o culpar a los delanteros y volantes por su falta de retroceso?
La realidad es que el juego no resiste ningún análisis. Se transforma en casi un chiste después del vendaval. Del minuto 23 al 29, Brasil recibió cuatro goles. El primero fue una jugada elaborada. El resto, golpes al león que intentaba una venganza ciega.
Pero lo peor para los que no teníamos bando es esa sensación de vacío. De haber dejado pasar la chance de ver un enfrentamiento extraordinario para dejarle paso a una historia mítica. Eso que pasa dos veces cada cuatro años, una semifinal del mundo, con toda la incertidumbre que genera cuando hay nombres como los que había, se nos fue de las manos en seis minutos de locura ofensiva. O defensiva. O locura, a secas.
Queríamos un partido y tuvimos esto. Un cuadro que no se puede ilustrar si no es con una fotografía de festejo o de decepción.
Brasil, en el segundo tiempo logró hacer un gol. Podrían haber sido dos. O cuatro incluso. No importa. Ya no importaba.
Porque el terremoto ocurrió rápido. Y nos quedamos anonadados, mirando con deseo, con pasión o con sufrimiento esos 65 minutos de escombros deportivos.