Hoy no puedo escribir sobre fútbol. Discúlpenme, muchachos, perdonen todos los que querían leer loas desmedidas hacia Mascherano y elogios a Romero, los que querían destacar la eficacia táctica de Biglia y el criterio sin temores de Enzo Pérez, la clase de Demichelis. La revelación reconfirmada de Marcos Rojo. Perdonen todos. Ya no puedo poner la cabeza en los penales. Ni siquiera en esa final que espera, después de tantos años.

En cambio, sólo puedo mirar a la cara a la gente y pensar en el obelisco. En la calle Corrientes. En esos tipos que iban caminando por ahí. ¿Cuántos eran? ¿Cuántos éramos los que en cualquier lugar de la ciudad sentíamos la necesidad de pisar la calle y gritar con los vecinos? ¿Cuántos los que le querían preguntar a Brasil qué se sentía?

obelisco_darta00_13748Cada tanto aparecen esos raros momentos que unifican sensaciones. Soy un tipo acostumbrado al fracaso. Definitivamente al fracaso futbolero. Nunca, salvo en la infancia, había visto a mi país con la posibilidad de definir un título en el Mundial. Suelo quejarme del tránsito, de la idiosincracia muchas veces ventajera de los argentinos, del transporte público, de los que tiran basura al piso, de los que se cuelan en la cola del cine. Suelo quejarme de mi trabajo, de mi salario, de mi familia, de mi suerte.

Ayer no me dieron ganas de quejarme de nada.

Porque después de 120 minutos en una ciudad congelada, sólo me quedó la sensación de que había que llorar en grupo. Abrazarse y dejarse llevar por la alegría. ¿Jugamos bien, jugamos mal, tocamos para el costado, controlamos a Robben? La verdad, pocas veces me importó menos esta cuestión. ¿Pero fuimos muy defensivos? ¿Holanda fue amarrete? Miren, en serio, no puedo hablar de eso. Sólo me da la cabeza para ponerme contento.

Sí me sorprendió mi falta de sufrimiento. Contra Suiza sufrí. Mucho. Muchísimo. Con la última doble jugada de Dzemaili casi me infarto. Contra Bélgica sufrí, un poco menos. Pero sufrí. Contra Holanda, ni en los penales. Porque nunca generó peligro y porque Romero bajó el brazo en la pelota más importante de su vida bien temprano durante la tanda de definición.

Entonces miramos patear a Messi desde una ventaja, siempre tuvimos algo por ganar. En caso de errar, quedábamos iguales. No era tan dramático.

Y así, sin sufrimiento, ni siquiera quedó tanto lugar para el desahogo. Diría que, en cambio, me invadió una doble sensación: alivio y gratitud. Alivio por los 24 años de mochila. Porque alguna vez podré contarle a mi hijo que Argentina jugó una final en Brasil. Pero gratitud, principalmente. Ése fue el sentimiento ganador. Hacia todos. Hacia los jugadores. Hacia el técnico actual que, como bien señaló Latorre al final de la tranmisión, transformó un equipo que jugaba influenciado por la identidad de Messi en un equipo que juega definitivamente influenciado por la identidad de Sabella.

Qué tipo inteligente, Sabella. Con un plantel extrañísimo, armado de una manera que sólo él puede entender, encontró un funcionamiento colectivo que llevó a que Argentina nunca fuera superado por su rival. Ni en la fase de grupos, ni en octavos, ni en cuartos. Ni ayer. Que tiene a sus figuras en el andamiaje defensivo colectivo cuando pensábamos que iba a depender de una individualidad en ataque. ¿Luce? No. ¿Importa? Ayer no importaba nada. Mañana vemos.

Le agradecí a mi vieja, cómo no, a mis viejos ambos por traerme hasta este punto. A Kempes por los goles de aquel título, a Diego por los suyos y a Bielsa por fallar en 2002, y a Bergkamp por llenarme de temor a Holanda del ’98 en adelante. También le agradecí mucho al Maradona DT, que armó la base de este equipo -su columna vertebral en Sudáfrica 2010 fue Romero, Demichelis, Mascherano, Messi, Higuaín- y que fue tan criticado como muchos de los jugadores que llamó. Al 0-4 con Alemania.

Le agradecí a todo eso porque todo eso nos trajo hasta acá. Como aquellos que entienden que sin la presencia de los ex, nuestra novia actual no sería lo que es, y por eso les guardamos cierto aprecio. Todo ese pasado tortuoso que miramos de reojo nos llevó hasta ese instante increíble en el que miles y cientos de miles de personas sintieron la necesidad simultánea de salir a escupir su alegría.

Eso es el fútbol en definitiva. Más que Mascherano tirándose con la suela a tapar a Robben. Es identificación con los que juegan y con los que miran. Es hermanarse con un lejano primo que se mudó a Tailandia pero que sigue hinchando por los mismos colores que nosotros. Y eso no tiene que ver con el nacionalismo, como nos quieren hacer creer. Tiene que ver con la unidad alrededor de una voluntad deportiva. Como si todos fuéramos hinchas de River, de Boca, de Racing, de San Lorenzo, de Independiente. De Estudiantes. Y festejáramos sus triunfos de a 40 millones.

Tiene que ver con la alegría común. Con la felicidad en las calles. Con los pibes arriba de los hombros de sus padres y la gente tocando bocina en las esquinas. Con los papelitos al lado del semáforo. Con vivir a pleno el momento más esperado, por haber sido el menos esperado.

Martín Souto, que tras el partido les hacía preguntas a los jugadores en el Itaquerao, deseaba un poquito estar en Buenos Aires. Te entiendo, Martín. No hay un mejor lugar para ver un Mundial que el país del equipo que gana.

Disculpen, muchachos. Hoy no se puede escribir sobre fútbol. Hay días en los que sencillamente vale la pena estar. Estar en un lugar, en un momento. Estar con la gente que uno quiera. Quedarse callado y estar. Hoy es uno de esos días.